Muerte en el quirófano

PACIENTE 8

Serge sabía que sería su turno de acercarse a muerte si no hacía algo para escapar. Habían pasado casi cien días más y su tía ya no iba a visitarlo; solo se acercaba Haines, que incluso restringió el paso a las enfermeras y los guardias.

Apretaba los labios cada vez que lo trataba sin ningún cuidado. Ya no era necesario infringirle el menor dolor posible, después de todo, las palabras de Luciana indicaban que nada podría importarle menos que lo que ocurriera con él. En los primeros encuentros aún le explicaba qué iba a hacer, pero ahora tan solo llegaba con la larga aguja a la que no terminaba de acostumbrarse y sin saludar ni verlo a los ojos, lo inyectaba y se iba ensimismado en aquel mismo silencio.

Algunas veces incluso dejó de comer: o no llegaba la bandeja con la insípida comida o temía que estuviera envenenada. Haines se había percatado de ello y si lograba hacer que se compadeciera por unos segundos de él, tomaba un bocado y lo masticaba para demostrarle que no existía peligro alguno… todavía.

Sin embargo, era un hecho de que poco a poco se deshacía de él, tanto como la certeza de que era la primera vez que sentía el miedo acariciarle el cuello y susurrarle entre sueños.

Solo lo dejaban zafarse de las correas cuando tenía que hacer sus necesidades o era la hora del baño, y aun así Haines permanecía a una distancia a la que pudiera vigilarlo, siempre como una sombra cuya tía controlaba.

A pesar de no volver a verla, podía escuchar cuando visitaba el hospital y tenía acaloradas discusiones con el Dr. Hoffmann sobre el tratamiento del monstruo. La mayoría de las veces ella le recriminaba a Haines el «no haber terminado su trabajo», aunque al rato escuchaba los gemidos de ambos en la sala de al lado.

Se le acababa el tiempo.

—Ve. Rápido —dijo Haines cuando desabrochó la última atadura—. Cinco minutos para asearte.

Una sonrisa le iluminó el rostro a Serge.

Hizo el amago de estirar los tullidos músculos y miró a su espalda: el Dr. Hoffmann contaba las tabletas que quedaban en un empaque y llenaba las jeringas. En cuanto la aguja se introdujera en su carne volvería al odioso sueño, y debía evitarlo en tanto la posibilidad de no despertar estuviera presente.

—Sí.

—Contando. —Le mostró su reloj y luego le dio la espalda de nuevo mientras tarareaba una canción.

Serge inspeccionó tanto como los escasos segundos que aún eran prudentes le permitieron; no obstante, había poco más que unos guantes de látex, las cinco correas que colgaban sobre la sábana, un vaso con agua hasta la mitad y su bolsa de líquidos intravenosos colgados de una alta vara.

—¿Cuándo vendrá mi tía? —dijo junto a la puerta del baño.

—Pronto —respondió al cabo de un rato. Ya solo quedaba una de las agujas por preparar—. Está ocupada, pero me aseguró que hoy te visitaría.

—¿Por qué no ha vuelto?

Haines le miró por encima del hombro, detrás de las gafas lo escudriñaba un detestable anciano con la cara enrojecida y los cabellos despeinados.

—Está ocupada, niño, ya te dije. —Le recorrió con la mirada antes de volver al trabajo—. Alístate. Hoy te tomaremos una foto y querrás estar presentable.

Serge sintió que se le acercaba esa nueva sensación tan familiar: miedo.

La única vez que había visto una cámara dentro del hospital fue el mismo día en que dejó de acompañar a Soledad. Esa noche tomaron dos fotografías: una al charco, el mismo que degustó, y la otra solo pudo escucharla gracias al silencio de la noche, tenue como un susurro, tomada por fuera de la habitación.

No podía dejar que muerte lo recogiera.

Se lamentó el breve lapso en que se persuadió a confiar en su tía. Ya no iba a dejar que su volviera a utilizarlo.

El sonido del agua que corría ahogó el ruido de los pasos y su agitada respiración. Lo tenía ahí, ¡ahí!, de espalda a él. Agazapado y sin quitarle la mirada de encima tanteó la barra de la que colgaba la bolsa de líquidos intravenosos y se tambaleó hacia atrás, llevado por el peso que vencía la quietud de tantos días, pero el fuego que sentía en cada músculo evitó su caída y lo impulsó a Haines.

Se estremeció cuando el metal chocó con el cráneo.

El Dr. Hoffmann se llevó las manos atrás de la cabeza y comprendió el peligro en que se encontraba: de alguna manera le habían descubierto y aquella era la lucha por su vida. La jeringa casi se le resbaló por la sangre cuando echó un manotazo a la mesa.

Golpeó con el brazo libre a Serge y agarró la vara que repiqueteó al rodar en el suelo. La cabeza le palpitaba y a ratos disminuía la fuerza con la que forcejeaba con el joven monstruo.

Serge trataba de zafarse y recoger su improvisada arma, pero los días de hambre se volvieron en su contra y el aire se le escapó de los pulmones cuando Haines tiró de él y su frente golpeó la baranda de la camilla.

—Maldito hijo de puta —gritó el médico mientras sacudía a Serge para agrandar la herida junto a la sien.

Serge escupió sangre. La cabeza le hervía y notaba que sus ojos pulsaban acelerados; era incapaz de pensar con claridad y pronto se sentiría sin fuerza suficiente para rechazar el ataque del doctor.




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