17 de octubre de 1770
La suave luz cálida del sol se filtraba por la ventana llegando a tocar con gracia su rostro, se removió suavemente sobre su sabana de seda, cuando escucho el estruendo fuerte de una dama corriendo bruscamente las cortinas, siguió removiéndose suavemente sobre si misma negando despertarse. Sintió como una dama de la corte la sacudía con sutileza intentando despertarla, como respondió, fue dándole un manotazo al aire mientras murmuraba que la dejarán seguir durmiendo.
—Su alteza imperial —escucho una voz femenina familiar hablándole cálidamente—. Su alteza imperial debe despertarse.
Siguió gruñendo mientras se aferraba con bravura a la calidez que deslumbraban sus sabanas enrollándose para no seguir siendo molesta.
—Hoy es el gran día —anuncio—. Hoy es el día en que se convertirá en reina de Francia.
Rápidamente como si el sueño que tanto la había sacudido desde la mañana se hubiera esfumado como el rocío al primer rayo de sol. Se levantó con emoción de su cama, mirando sonriente a la vieja anciana de la condesa de Von Schönborn. ¿Cómo podría haberlo olvidado? El día que tanto había ansiado desde que era una niña al fin había llego, el día en que dejaría corte de Viena para ingresar a la corte francesa de la que sería conocida como la futura reina de Francia. Su unión con el Reino de Francia marcaría el final de la disputa de dos grandes familiares y de dos grandes imperios en un glamuroso matrimonio. Tenía dieciséis años, debieron de haberse casado a los trece años, pero debido a la terrible epidemia de viruela que casi extingue a la casa de los Habsburgo debía de posponerse, no por riesgo a que contagiará a su alteza el delfín, sino por el hecho que debía de esperar que ella, Antoinette, pudiera sobrevivir y para su suerte ella lo hizo.
Sus damas rápidamente la ayudaron a lavarse su rostro, sería un día glorioso para el imperio de Austria, para Francia y por supuesto para ella. Respiro profundamente mientras dejaba que sus damas la cambiarán, la vistieran, la peinaran y maquillaran hasta que quedará perfecta. Cerró los ojos esperando que fuera una sorpresa, cuando una de sus damas le dijo que podía verse, se miro en el espejo observándose: su cabello largo rubio platinado lo había dejado suelto, usaba un gran sombrero azul celeste que combinaban con el color de sus ojos, estaba lleno de holanes, moños que lo decoraba haciéndolo lucir glamuroso. Utilizaba lo ultimo en tendencia en la corte francesa: Robes à la Françoise, era reconocido por su falda ancha y abultada sostenida por un aro que ensanchaban la falda hacia los lados. Su vestido era de color azul celeste tan voluminoso que apenas podía dar un paso sin temer por caerse, sentía como el corset apretaba lo más profundo de su alma, resaltando su pequeña cintura y aumentando el volumen de sus pechos sin verse como una zorra. El escote era cuadrado, las mangas eran voluminosas con varias capas de volantes de encajes. En la abertura frontal de la falda podía verse un hermoso bordado de dos aves azules como si se estuvieran dando un piquito. Los lados de su falda ensanchados estaban llenos de encajes blancos que le daban aun más volumen a la falda. Lucía perfecta, digna de una futura reina de Francia, sonrió enormemente feliz en el espejo, su vida tan soñada, la estaba esperando. Tendría una nueva familia que la recibiría con amor, nada malo podría salir mal. Observo a la condesa.
—¿Nos marchamos? —inquirió feliz—. ¿Y mi madre?
—Su majestad imperial lamenta no poder despedirse de su querida hija Antoinette —lamento la condesa—. Le recuerda que la corte de Viena no es igual a la corte francesa, no debe de olvidarlo y siempre…
—Estar con una sonrisa —completó Antoinette, sonriendo más felizmente al espejo—. Lo sé muy bien.
—El embajador Mercy será quien la acompañará en todo su trayecto hasta Versalles —le informo—. Le recomienda que siga todos sus consejos, y que recuerde enorgullecer a su nación y sobre todo a ella.
—¿Y bien? ¿Qué estamos esperando? —dijo sonriente, miro fríamente a su dama—. Si este vestido se mancha, puede olvidarse de su sueldo.
—Si su alteza imperial.
Era difícil ser la hija 15 de 16 hijos en total, sobre todo, si tu madre era la primera y única gobernante que ha tenido el imperio y la casa de Habsburgo en todos sus siglos. Debía de estar a la altura de sus antecesores y de sus ancestros, sabía la dura carga que llevaba sobre sus hombros su madre, por eso nunca le pidió más alla de su atención o de su amor. Era una mujer que se había hecho dura y fría con el pasar de los años, había perdido a su primogénita, después perdió a su tercera hija, y cuando creyó que la muerte de sus hijos había dejado de golpear, llego nuevamente una oleada de tragedias que trajo consigo la viruela matando a tres de sus hijos, uno de ellos un hijo y a sus dos hermanas, Juana y Josefa. Había sido una época oscura para la familia.
Al salir del palacio pudo observar que había tres carruajes esperándola en la entrada, uno de ellos era completamente de color blanco con detalles dorados con cuatro caballos blancos y puros tirando del carruaje, el chofer que vestía elegantemente la saludo con una reverencia. Afuera se encontraba esperándola sus tres damas que la acompañarían hasta la frontera con Francia, el embajador Mercy y la guardia imperial que la estaría custodiando hasta que la entrega se completará con éxito. Al verla todos le hicieron una reverencia, eran las únicas personas que habían venido a despedirla, ni siquiera a despedirla, serían ellos quienes la acompañarían a su viaje. Volteó a ver por una ultima vez el palacio imperial de Viena, no importaba su aspecto, no era nada comparado con Versalles, pronto se olvidaría de ese lugar y haría un lugar nuevo. Uno donde sería amada y respetada. Suspiro cansada, aun no empezaba el viaje y ya se sentía cansada.
Editado: 21.06.2024