Una mañana, Úrsula y Gudrun Brangwen estaban sentadas en el balcón mirador de la casa de su padre, trabajando y conversando. Úrsula daba puntadas a un bordado de vívidos colores, y Gudrun dibujaba sobre una tabla que sostenía en las rodillas. Hablaban poco, con largos intervalos de silencio, y, cuando lo hacían, parecía que expresaran pensamientos que de tanto en tanto cruzaban al azar su mente. Gudrun dijo: —Úrsula, ¿tienes verdaderas ganas de casarte? Úrsula dejó el bordado en su regazo y alzó la vista. La expresión de su cara era serena y meditativa. Replicó: —No lo sé. Depende de lo que hayas querido decir. Gudrun quedó levemente sorprendida y miró durante unos instantes a su hermana. Con ironía repuso: —Bueno… por lo general, casarse sólo significa una cosa. De todos modos, ¿no crees que estarías —en este punto, la expresión de Gudrun se hizo levemente sombría— en mejor situación que en la que estás? Una sombra cruzó la cara de Úrsula: —Quizá. Pero tampoco lo sé con certeza. Una vez más, Gudrun guardó un breve silencio, algo irritada. Quería concretar más. Preguntó: —¿No crees que es necesario tener la experiencia de haber estado casada? —¿Y tú crees que estar casada representa siempre una experiencia? Fríamente, Gudrun contestó: —Forzosamente, en algún aspecto u otro. Quizá sea una experiencia desagradable, pero experiencia al fin. —No lo creo así. Lo más probable es que el matrimonio signifique el final de las experiencias. Gudrun, sentada, inmóvil, meditó estas palabras, y dijo: —Claro, siempre hay que tener en cuenta esa posibilidad. Con esto terminó la conversación por el momento. Gudrun, con gesto casi irritado, cogió la goma y comenzó a borrar parte de su dibujo, Úrsula siguió dando puntadas, absorta. Gudrun preguntó: —¿Tomarías en consideración un —Precisamente ahora deseaba que apareciera un hombre en mi vida. Úrsula quedó un tanto atemorizada. Se echó a reír y preguntó: —¿Y has venido aquí con la idea de encontrar a ese hombre? Con voz estridente, Gudrun exclamó: —¡Oh, no es eso…! Puedes estar segura de que no estoy dispuesta a dar ni un paso para encontrarlo. Pero si apareciera un individuo muy atractivo y en buena posición… Irónicamente dejó la frase inacabada. Luego dirigió una mirada inquisitiva a Úrsula, como si quisiese sondear sus pensamientos. Preguntó a su hermana: —¿No te aburres? ¿No tienes la impresión de que las cosas no llegan a realizarse? ¡Nada se realiza! Todo muere antes de nacer. Úrsula preguntó: —¿Qué es lo que muere antes de nacer? —Bueno… todo, las cosas en general… una misma… Hubo una pausa mientras las dos hermanas consideraban su porvenir. Úrsula dijo: —Sí, da miedo. Pero ¿tú piensas que conseguirás algo casándote? Después de otra pausa, Úrsula comentó: —De todas maneras, parece el inevitable próximo paso. Úrsula meditó estas palabras, no sin cierta amargura. Era maestra en la escuela primaria de Willey Green, y llevaba ya algunos años en ese puesto. Dijo: —Sí, eso parece cuando se piensa en ello así, en abstracto. Pero imagínalo en la realidad, imagina a un hombre al que conozcas, regresando a casa todas las noches, diciéndote «Hola», y dándote un beso… Hubo una pausa que fue como un vacío. Después, con voz ahogada, Gudrun dijo: —Sí, es imposible. El hombre es la causa de que sea imposible. Dubitativa, Úrsula apuntó: —Claro que hay que tener en cuenta a los hijos… La expresión del rostro de Gudrun se endureció. Fríamente preguntó: —¿Realmente quieres tener hijos, Úrsula? Úrsula quedó desconcertada unos instantes. Dijo: —Parece que es algo superior a una. —¿Eso piensas? La idea de tener hijos no me produce la más leve emoción. Gudrun miró a Úrsula, inexpresiva la cara, como una máscara. Úrsula frunció el entrecejo. Con voz insegura, dijo: —Quizá no se trate de un sentimiento genuino. Quizá, realmente, en el fondo del alma no queramos tener hijos… Quizá lo queramos sólo superficialmente. Una expresión de dureza cubrió el rostro de Gudrun. No quería llegar al fondo del tema. Úrsula dijo: —Cuando se piensa en los hijos de los otros… Una vez más, Gudrun fijó la vista en su hermana, casi con hostilidad. Para terminar la conversación, repuso: —Exactamente. Las dos hermanas trabajaron en silencio. Úrsula siempre había tenido la extraña luz de una llama esencial sometida a elementos hostiles, atrapada, contravenida. En gran parte, vivía en soledad para sí misma, trabajando, dejando pasar así los días, esforzándose en arraigar en la vida, procurando aprehenderla con su comprensión. Su vida activa estaba en estado de suspensión, pero debajo de ella, en la oscuridad, algo ocurría. Ansiaba romper las últimas amarras. Causaba la impresión de intentarlo, de alargar las manos, como un niño en el útero materno, pero no podía, todavía no podía. A pesar de todo, tenía extraños presentimientos, anuncios de que algo iba a ocurrir. Dejó el trabajo y miró a su hermana. Pensó que Gudrun era encantadora, infinitamente encantadora, con su suavidad, con la exquisita riqueza de su textura y la delicadeza de sus líneas. Había en ella algo juguetón, algo picante, una sombra de ironía, unas reservas no explotadas. Úrsula la admiraba con toda su alma. Preguntó a Gudrun: —¿Y por qué has regresado a casa, pequeña? Gudrun sabía que su hermana la estaba admirando. Se reclinó, alejándose del dibujo, y, entornando los ojos, bajo la sombra de sus pestañas onduladas, miró a Úrsula, y se repitió la pregunta: —¿Por qué he regresado a casa, Úrsula? Pues me lo he preguntado mil veces. —¿Y sabes la respuesta? —Pues sí, creo que sí. Me parece que regresar a casa ha sido exactamente reculer pour mieux sauter. Y dirigió a Úrsula una larga y lenta mirada de certeza. Úrsula, con expresión un tanto desorientada y falsa, gritó: —¡Eso ya lo sabía! Y, como si no lo supiera, añadió: —Pero ¿adónde se puede saltar? Con aire un poco superior, Gudrun repuso: —¡Eso da igual! Si saltas, en un sitio u otro aterrizarás. —Pero ¿no es muy peligroso? Gudrun esbozó una lenta sonrisa burlona, y riendo contestó: —Bueno, en el fondo todo es un juego de palabras. Y de esa manera, una vez más, cerró la conversación. Sin embargo, Úrsula siguió meditando. Preguntó: —Y, ahora, al regresar, ¿qué te ha parecido tu casa? Antes de contestar, Gudrun meditó fríamente unos instantes. Luego, con voz helada y sincera, contestó: —Me siento completamente ajena a ella. —¿Y papá? Gudrun miró a Úrsula, casi con resentimiento, como si su hermana la hubiera acorralado al fin. También fríamente contestó: —No he pensado en él. Me he abstenido adrede. Con voz insegura, Úrsula comentó: —Comprendo. Y la conversación terminó realmente. Las dos hermanas vieron un vacío a sus pies, un terrible abismo, a cuyo borde se habían asomado. Durante un rato, las dos trabajaron en silencio. La emoción contenida había sonrojado las mejillas de Gudrun. Que la hubieran obligado a volver a la vida le había provocado rencor. Por fin, con voz excesivamente indiferente, Gudrun dijo: —¿Vamos a ver la boda esa? Con exagerado entusiasmo, Úrsula gritó: —¡Vamos! Echó a un lado la labor y se puso en pie de un salto, como si quisiese huir de algo, revelando así la tensión que la presente situación había creado en ella, con lo que produjo en los nervios de Gudrun una desagradable fricción. Mientras subía la escalera, camino del piso superior, Úrsula tuvo plena conciencia de la casa, de aquel hogar que la envolvía. ¡Aborrecía aquella casa sórdida, excesivamente conocida! Le aterraba la profundidad de sus sentimientos hostiles hacia el hogar, el ambiente, la atmósfera y circunstancias de aquel vivir anticuado. Sus propios sentimientos la aterraban. Poco después, las dos hermanas descendían ágilmente por la vía principal de Beldover, calle ancha, con tiendas y viviendas, sumamente gris y sórdida, aunque sin pobreza. Gudrun, recién llegada de su vida en Chelsea y Sussex, rehuía dolorosamente la amorfa fealdad de aquella pequeña población, surgida de las minas de carbón, en Midlands. Sin embargo, siguió adelante por la larga y amorfa calle sucia de hollín, pasando por toda la gama de sus mezquindades. Se sentía sometida a todas las miradas, mientras avanzaba por aquella vía de tortura. Era extraño que hubiese decidido regresar, para comprobar, en su plenitud, los efectos que en ella producía aquella informe y pelada fealdad. ¿Por qué había querido someterse, y por qué aún quería someterse a la insufrible tortura de la presencia de aquellas gentes feas y carentes de significado, de aquel paisaje desalmado? Se sentía como una cucaracha avanzando penosamente sobre la tierra polvorienta. Un sentimiento de repulsión la dominaba totalmente. Abandonaron la calle principal, pasando ante un huerto comunitario, de cuyo suelo salían desvergonzadamente troncos de col cubiertos de hollín. A nadie se le ocurría sentir vergüenza. Nadie estaba avergonzado de nada. —Es un paisaje de mundo subterráneo. Son los mineros quienes lo sacan a la superficie, a paletadas. Es maravilloso, Úrsula, realmente maravilloso… Pasma… Es otro mundo. Aquí las personas son espectros, y todo es fantasmal. Todo es una copia fantasmal del mundo verdadero, una copia, el espíritu de un muerto, todo sucio, todo sórdido. Estar aquí es lo mismo que estar loca, Úrsula. Las dos hermanas cruzaban una senda negra que pasaba por un campo oscuro y sucio. A la izquierda se extendía un amplio paisaje, un valle con minas de carbón, y, al otro lado, unas colinas con campos de trigo y bosque, todo lejano y difuso, cual si se hallara detrás de un crespón. En el aire oscuro se alzaban, mágicas, blancas y negras columnas de humo que ascendían sin cesar. Cerca estaban las largas hileras de casitas, que se acercaban por la ondulada falda de la colina, formando líneas rectas, desde la base de ésta. Eran casas de ladrillos ásperos, de color rojo oscurecido, y tejados de negruzca pizarra. La senda por la que las dos hermanas avanzaban era negra, hundida por el paso de los mineros en su constante ir y venir, y vallas de hierro la separaban de los campos contiguos. El puentecillo que volvía a dar entrada a la calle principal tenía el piso reluciente por el roce de las botas de los mineros. Las dos muchachas pasaban por entre filas formadas por las casitas más pobres del lugar. Las mujeres, con los brazos cruzados sobre sus batas de burda tela, charlando de pie en las esquinas, dirigían a las hermanas Brangwen la larga y fija mirada propia de los aborígenes. Los niños proferían insultos. Gudrun avanzaba casi cegada. Si aquello era vida humana, si aquellos eran seres humanos, viviendo en un mundo terminado y completo, ¿qué sería aquel otro mundo en que ella se encontraba, el mundo exterior a aquello? Tenía plena conciencia de sus medias verde césped, de su gran sombrero de terciopelo verde césped, de su larga y suave chaqueta de fuerte color azul. Y tenía la sensación de caminar en el aire, con total inestabilidad, contraído el corazón, como si en cualquier instante pudiera precipitarse al suelo. Sentía miedo. Se arrimó a Úrsula, quien, debido a la larga costumbre, era inmune a los ataques de aquel mundo oscuro, increado, hostil. Pero, en todo instante, el corazón de Gudrun gritaba, como si estuviera sometido a una tortura: «Quiero volver allá, quiero irme de aquí, no quiero saberlo, no quiero saber que esto existe». Sin embargo, tenía que seguir adelante. Úrsula percibió, igual que si lo sintiera, el sufrimiento de Gudrun, y le preguntó: —Aborreces esto, ¿verdad? Con voz insegura, Gudrun repuso: —Me desorienta. —No te quedarás mucho tiempo aquí. Y Gudrun siguió adelante, en espera del momento de la liberación. Por la curva de la colina se alejaron de la zona de minas de carbón, penetrando en la región más pura, situada al otro lado, avanzando en dirección a Willey Green. A pesar de todo, el leve encanto de los tonos oscuros dominaba los campos y los bosques de las montañas, y parecía brillar foscamente en el aire. Era un día de primavera, frío, con pasajeros momentos soleados. Amarillas celedonias asomaban la cabeza al pie de los arbustos, y en los huertos de las casitas de Willey Green los groselleros abrían sus hojas, y menudas florecillas moteaban de blanco las grises plantas trepadoras pegadas a los muros de piedra. Después de seguir una curva, descendieron por la carretera principal que avanzaba encajonada en altos márgenes hacia la iglesia. Al frente, junto a la curva más hundida de la carretera, bajo las copas de los árboles, había un grupo de curiosos que esperaban para ver la boda. La hija del principal propietario de minas de carbón del distrito, Thomas Crich, iba a casarse con un oficial de la armada. Gudrun dio media vuelta y dijo: —Regresemos a casa. Esa gente… Y se quedó quieta, dubitativa, en la carretera. Úrsula dijo: —No les hagas caso. Son buenas personas. Y todos me conocen. Son gente sin importancia. —¿Y tendremos que pasar entre ellos? Úrsula expuso: —Ya te he dicho que es buena gente. Y siguió adelante. Juntas, las dos hermanas se acercaron al grupo de gente vulgar, un poco avergonzada, a la expectativa. Eran casi todas mujeres, esposas de los mineros del carbón más desarraigados. Tenían expresión vigilante, caras de inframundo. Las dos hermanas, tenso el aire, se dirigieron rectamente hacia el portalón. Las mujeres les dejaron paso, aunque apenas el suficiente, como si les doliera ceder su terreno. En silencio, las dos hermanas pasaron bajo el arco de piedra y subieron los peldaños, llegando así al lugar en que comenzaba la roja alfombra en forma de pasillo, mientras un policía vigilaba su avance. A espaldas de Gudrun, una voz dijo: —Son muy caras esas medias. Una oleada de rabia feroz, asesina, invadió a la muchacha. Deseó que todas aquellas mujeres quedaran aniquiladas, que desaparecieran, que el mundo quedara liberado de ellas. ¡Cuánto le desagradaba avanzar por el patio de la iglesia, siguiendo la alfombra roja, seguir moviéndose bajo la vista de aquella gente! De repente, Gudrun dijo: —No entraré en la iglesia. Lo expuso con tal firmeza que Úrsula, inmediatamente, se detuvo, dio un cuarto de vuelta sobre sí misma y avanzó por un sendero lateral que conducía al jardín particular de la escuela primaria, cuyos terrenos eran contiguos a los de la iglesia. Inmediatamente después de haber pasado la puertecilla en el seto que separaba los terrenos de la escuela, ya fuera del patio de la iglesia, Úrsula se sentó, para descansar unos instantes, en el bajo muro de piedra, bajo las ramas de un laurel. A su espalda se alzaba el gran edificio rojo de la escuela primaria, pacífico, con todas las ventanas abiertas por ser día de fiesta. Ante ella, por encima de los arbustos, veía los pálidos tejados y el campanario de la vieja iglesia. El follaje ocultaba a las dos hermanas. Gudrun se sentó en silencio. Mantenía los labios prietamente cerrados, y la cabeza baja. Lamentaba amargamente haber regresado. Úrsula la miró y pensó que su hermana estaba increíblemente bella, arrebolada por el enojo. Pero Gudrun la cohibía, le producía cierta fatigada inquietud. Deseó quedarse sola, liberada de aquella tensión, de aquella sensación de encierro que la presencia de Gudrun le producía. Ésta preguntó: —¿Vamos a quedarnos aquí? Úrsula se puso en pie, como si su hermana la hubiera reprendido, y dijo: —Sólo descansaba un instante. Podemos quedarnos aquí, en la esquina, junto al frontón, y lo veremos todo. El sol iluminaba alegremente el patio de la iglesia, y el aire llevaba un vago aroma a savia y a primavera, quizá el aroma de las violetas junto a las tumbas. Habían brotado ya unas cuantas margaritas, luminosas como ángeles. Y, en el aire, las hojas de un haya, en trance de abrirse, eran rojas como la sangre. A las once en punto comenzaron a llegar los carruajes. Los grupos junto al portalón se agitaron. Se concentraban cada vez que llegaba un carruaje, y los invitados a la boda subían los peldaños y avanzaban por la alfombra roja hacia la iglesia. Todos estaban alegres y excitados porque el sol brillaba. Gudrun los contemplaba atentamente, con objetiva curiosidad. Veía a cada uno de ellos como si se tratara de un personaje completo, como si fuera un personaje de novela, o el tema de un cuadro, o una marioneta en un teatrillo; en fin, como una creación acabada. Le gustaba reorganizar sus diversas características, situarlos bajo su luz verdadera, darles el ambiente que les correspondía, dejarlos fijados para siempre mientras pasaban ante ella, camino de la iglesia. Entre ellos, no hubo ni uno que tuviera algo secreto, desconocido, sin resolver, hasta el momento en que comenzaron a aparecer los Crich. Entonces, el interés de Gudrun quedó espoleado. En ellos había algo que no era tan patente. Llegó la madre, la señora Crich, acompañada de su hijo mayor, Gerald. La figura de aquella mujer era rara y desaliñada, a pesar de los intentos que evidentemente se habían efectuado con la idea de ponerla a la altura de la ocasión. Tenía la cara pálida, amarillenta, con la piel clara y transparente, caminaba inclinada al frente, tenía rasgos muy marcados, bellos, y de expresión tensa, ciega, adquisitiva. Llevaba el cabello descolorido y mal peinado, hasta el punto de que de su sombrero de seda azul salían mechones que, flotando al viento, llegaban hasta el manto de seda de color azul oscuro. Parecía una mujer dominada por una monomanía, una mujer casi furtiva, pero con mucho orgullo. Su hijo era un tipo rubio, de piel tostada por el sol, cuerpo bien formado, y casi exageradamente bien vestido. Sin embargo, también tenía cierto aire extraño, cierto aspecto cauteloso, un resplandor subconsciente, como si no perteneciera a la misma creación que la gente que había alrededor. Gudrun se sintió inmediatamente atraída por él. Advertía en aquel hombre cierto aire nórdico que la hipnotizaba. En su clara carne nórdica y en su rubio cabello brillaba una luz como la del sol, filtrada a través de hielo cristalizado. Y tenía un aspecto nuevo, sin explotar, puro como el de un ser ártico. Parecía contar unos treinta años, quizá más. Su esplendente belleza, su virilidad, cual la de un lobo joven y alegre, sonriente, no impidieron que Gudrun advirtiera también la siniestra y reveladora calma de su comportamiento, el agazapado peligro de su carácter indómito. Gudrun dijo para sí: «Su tótem es el lobo. Su madre es una vieja loba salvaje». Y entonces experimentó un agudo paroxismo, una exaltación, igual que si hubiera hecho un increíble descubrimiento, igual que si hubiera llegado a saber algo que nadie más, en todo el mundo, sabía. Aquella extraña exaltación la poseyó íntegramente, todas sus venas estaban estremecidas por el paroxismo de aquella violenta sensación. Exclamó para sí: «¡Santo Dios! ¿Qué es esto que me ocurre?». Y, un momento después, se decía con seguridad: «Sabré más cosas acerca de este hombre». La torturaba el deseo de volver a verle, la torturaba una nostalgia, la necesidad de verle otra vez para saber con certeza que no se había equivocado, que no se estaba engañando a sí misma, que realmente sentía aquella extraña y avasalladora sensación ante el hombre, aquel conocimiento del hombre, allí, en su propia esencia, aquella poderosa aprehensión del hombre. Se preguntó: «¿Realmente he sido escogida, de una manera u otra, para este hombre, realmente hay una pálida y dorada luz ártica que sólo a nosotros dos envuelve?». Y no podía creerlo, quedando sumida en una ensoñada meditación, sin tener apenas conciencia de lo que ocurría alrededor. Las damas de honor de la novia estaban ya allí, pero el novio aún no había llegado. Úrsula se preguntó si acaso pasaba algo raro, y si acaso la boda iba a estropearse. Se sintió inquieta, como si ella tuviera la culpa. Las principales damas de honor de la novia habían llegado. Úrsula contempló cómo subían los peldaños. Conocía a una de ellas, mujer alta y de lentos movimientos, de aire remiso, con densa cabellera rubia y larga cara pálida. Era Hermione Roddice, amiga de la familia Crich. Avanzaba, alta la cabeza, balanceando un enorme sombrero aplanado, de pálido terciopelo amarillo, con grises plumas de avestruz naturales. Se deslizaba casi como si se hallara en estado de inconsciencia, con la cara larga y blanquecina alzada, como si no quisiera ver el mundo. Era rica. Llevaba un vestido de fino terciopelo de seda, de color amarillo pálido, con el adorno de gran número de artemisas rosadas. Los zapatos y las medias eran de un color gris con matices castaños, al igual que las plumas del sombrero, y densa su cabellera. Y así avanzaba deslizándose, con una peculiar quietud de las caderas, en extraño movimiento involuntario. Impresionaba con su colorido amarillo pálido y castaño rosado, pero había en ella algo macabro y repulsivo. Cuando ella pasaba, la gente guardaba silencio, impresionada, excitada, animada por los deseos de proferir gritos, pero, por desconocidas razones, quedaba en silencio. Su cara, larga y pálida, que llevaba alzada, al modo de las caras de Rosseti, casi parecía drogada, como si una extraña masa de pensamientos se retorciera en sus tinieblas interiores, como si viviera presa sin poder escapar jamás de su prisión. Úrsula la contempló fascinada. La conocía un poco. Se trataba de la mujer más notable de Midlands. Su padre era un vizconde del Derbyshire, de la vieja escuela, en tanto que ella era una mujer de la nueva escuela, muy intelectual, pesada, con los nervios destrozados por la constante conciencia de sí misma. Estaba apasionadamente interesada en las reformas, había entregado el alma a las causas públicas. Pero, mujer afín a los hombres, era el mundo de los hombres el que la tenía presa. Tenía diversas intimidades de mente y de alma con diversos hombres de valía. Entre esos hombres, Úrsula sólo conocía a Rupert Birkin, que era uno de los inspectores de las escuelas del condado. Pero Gudrun había conocido a otros de esos hombres en Londres. En ocasión de frecuentar con sus amigos artistas diferentes núcleos sociales, Gudrun había llegado a conocer a muchos hombres destacados y con prestigio. Había tratado a Hermione dos veces, pero no trabaron amistad. Sería raro volverse a encontrar en Midlands, lugar en el que su respectiva posición social era tan diferente, después de haberse tratado en condiciones de igualdad en casa de amigos comunes, en la ciudad. Y así fue porque Gudrun destacaba en el trato social, y tenía amigos en los ámbitos de la laxa aristocracia que estaba en contacto con las artes. Hermione sabía que iba bien vestida, sabía que era socialmente igual, cuando no muy superior, a cuantos pudiera encontrar en Willey Green. Le constaba que era aceptada en el mundo de la cultura y la inteligencia. Era una Kulturträger, un medio de la cultura ideológica. Con todo lo anterior, se hallaba siempre en la más elevada posición. Tanto en la sociedad, como en el pensamiento, como en las ocasiones públicas, e incluso en las artes, estaba segura de sí misma, y se movía entre los más destacados con la misma facilidad con que se movía en su propia casa. Nadie podía despreciarla, nadie podía mofarse de ella, porque siempre se hallaba entre los primeros, y aquellos que la atacaban se encontraban por debajo de ella, ya en lo tocante a rango, ya en riqueza, ya en relaciones de pensamiento, progreso y comprensión. En consecuencia, era invulnerable, inatacable, y estaba por encima del juicio de los humanos. Y sin embargo, su alma era torturada e indefensa. Incluso mientras avanzaba hacia la iglesia, segura de que, en todos los aspectos, se encontraba fuera del alcance de los juicios vulgares, perfectamente sabedora de que su apariencia era perfecta y en todo acabada, de acuerdo con los más elevados criterios, sufría, bajo su confianza y su orgullo, la tortura de sentirse a merced de hirientes ataques, de la burla y el desprecio. Siempre se sentía vulnerable; siempre hubo una secreta grieta en su armadura. Aunque ni siquiera ella sabía en qué consistía esa grieta. Faltaba vigor a su personalidad, carecía de natural suficiencia; había, en su interior, un terrible vacío, una laguna, una deficiencia de su ser. Y quería que alguien supliera esa deficiencia, cerrara esa grieta de una vez para siempre. Necesitaba ansiosamente a Rupert Birkin. Cuando este hombre estaba con ella, Hermione se sentía completa, suficiente, entera. El resto del tiempo quedaba cual un edificio con cimientos de arena, pendiente sobre un abismo, y, a pesar de su vanidad y de todas sus certidumbres, cualquier vulgar criada dotada de carácter robusto y positivo podía arrojarla a aquel pozo sin fondo, pozo de insuficiencia, mediante el más leve movimiento de mofa y desprecio. Por eso, aquella pensativa y torturada mujer no hacía más que acumular defensas de conocimientos estéticos, de cultura, de visiones del mundo y desinterés. Sin embargo, jamás podía colmar el vacío de la insuficiencia. Si Birkin estableciera con ella relaciones íntimas duraderas, Hermione quedaría a salvo en el azaroso viaje de la vida. Birkin podía transformarla en una mujer firme y triunfante, triunfante incluso sobre los ángeles del cielo. ¡Oh, si Birkin se decidiera! Pero el temor y las dudas atormentaban a Hermione. Se esforzaba en ser hermosa, se esforzaba intensamente en alcanzar aquel grado de belleza y distinción que Birkin necesitaba para quedar convencido. Pero siempre se daba aquella deficiencia. Además, Birkin era perverso. Se la quitaba de encima, siempre se quitaba de encima a Hermione. Cuanto más se esforzaba ésta en atraerle, más la rechazaba Birkin. Y llevaban años siendo amantes. Era tan fatigoso, tan doloroso… Se sentía tan cansada… Pero, a pesar de todo, Hermione seguía teniendo fe en sí misma. Le constaba que Birkin estaba intentando dejarla. Sabía que quería romper definitivamente con ella y recuperar la libertad. Pero Hermione aún tenía fe en su capacidad de retenerlo, creía en su superior juicio. Pese a que la inteligencia de Birkin era grande, ella seguía siendo la central piedra de toque de la verdad. Lo único que necesitaba era estar unida a Birkin. Y esta unión, que también representaba la más alta realización personal de Birkin, era precisamente lo que éste, con la perversidad de un niño malcriado, quería rechazar. Con la firme voluntad del niño tozudo, Birkin quería romper los vínculos que unían a los dos. Y Birkin iba a asistir a esa boda. Sí, sería el primer testigo del novio. Estaría ya dentro de la iglesia, esperando. Y la vería entrar. En el momento en que Hermione cruzó la puerta del templo, la aprensión nerviosa y el deseo le produjeron un estremecimiento. Allí estaría Birkin, y vería cuán elegantemente vestida iba ella; sin la menor duda se percataría de qué hermosa se había puesto ella, por él. Birkin comprendería, sí, podría darse cuenta de que ella, la primera, estaba hecha para él; ella, la más alta. Sin la menor duda, por fin Birkin podría aceptar su alto destino, y no resistirse. Con una leve convulsión de ansias fatigadas, Hermione entró en la iglesia, y despacio paseó la mirada en busca de Birkin, mientras la agitación estremecía su esbelto cuerpo. En su calidad de primer testigo del novio, Birkin tenía que hallarse en pie, junto al altar. Hermione movió despacio los ojos, morosa en su certidumbre. Y vio que Birkin no estaba allí. Una terrible tormenta se desencadenó dentro de ella, y tuvo la impresión de que se ahogaba en el mar. La invadió una devastadora desesperanza. Mecánicamente, se acercó al altar. Jamás había sentido semejante dolor de suma e irremediable desesperanza. Peor que la muerte era aquella sensación de vacío y soledad. El novio y su primer testigo y acompañante aún no habían llegado. En el exterior, junto a la iglesia, imperaba una inquietud creciente. Úrsula se sentía casi responsable de lo que estaba ocurriendo. Le parecía intolerable que la novia llegara y el novio no estuviera allí. La boda no podía frustrarse. No, jamás. Y he aquí que llegó la carroza de la novia, adornada con cintas y escarapelas. Alegremente los caballos tordos avanzaban al trote hacia su destino, el portalón del patio de la iglesia, y su movimiento era como una risa. Allí estaba el núcleo central de cuanto es alegría y placer. Abrieron la puerta de la carroza, para que de ella saliera la flor del día. La gente en la calle murmuró levemente, con el murmullo propio de las multitudes defraudadas. Primero, al aire de la mañana, salió el padre, como una sombra. Era un hombre alto, flaco, preocupado, con rala barbita negra entreverada de gris. Esperó pacientemente, junto a la puerta de la carroza, discreto. En el hueco de la puerta de la carroza apareció una espuma de delicadas hojas y flores, una blancura de satén y encaje, y allí sonó una alegre voz que dijo: —¿Cómo bajo de aquí? Una onda de satisfacción conmovió a los espectadores. Se acercaron y se apiñaron más para recibir a la novia, contemplando con entusiasmo la rubia cabeza inclinada hacia abajo, con los capullos en flor, y el delicado, blanco y dubitativo pie que buscaba el peldaño de la carroza. Súbitamente se produjo el apresurado movimiento de algo parecido a una blanca nube, y apareció la novia, cual la espuma del mar, flotando toda ella de blanco junto a su padre, a la sombra matutina de los árboles, agitado su velo por la risa. La novia dijo: —Ya está, ya he bajado. La novia puso la mano sobre el brazo de su flaco y agobiado padre, y, agitándose el sutil tejido del velo, avanzó por la eterna alfombra roja. Su padre, mudo y amarillento, con la negra barba dándole aspecto mayormente agobiado, subió los peldaños en rígidos movimientos, como si su alma estuviera ausente. Pero la riente neblina blanca formada por la novia avanzó sin mengua, a la par que él. ¡Y el novio no había llegado! Para la novia, eso era intolerable. Úrsula, con el corazón atenazado por la angustia, contemplaba la colina, más allá, la carretera descendente por la que el novio tenía que llegar. Allí estaba el carruaje. Descendía muy deprisa. Sí, acababa de aparecer en la carretera. Sí, era el novio. Úrsula volvió la vista a la novia y a la gente, y, desde su lugar de observación, emitió un grito inarticulado. Quiso advertirles que el novio iba a llegar. Pero su grito fue inarticulado e inaudible, y Úrsula, llevada por sus ansias y por su dubitativa confusión, se sonrojó intensamente. Traqueteando, el carruaje del novio descendía por la carretera y se acercaba más y más. La gente soltó un grito. La novia, que acababa de llegar a lo alto de los peldaños, dio alegremente media vuelta sobre sí misma, para saber a qué se debía aquella agitación. Vio a la gente inquieta, vio que un carruaje se detenía y que de él bajaba su novio que, pasando por delante de los caballos, penetró en la multitud. La novia, en un arrebato de burlona excitación, en lo alto de los peldaños, ante la senda roja, a la luz del sol, agitó en el aire el ramillete, y gritó: —¡Tibs! ¡Tibs! Pero el novio, abriéndose paso entre la gente, con el sombrero en la mano, no la oyó. Mirándole desde lo alto, la novia volvió a gritar: —¡Tibs! Desorientado, el novio miró alrededor, y vio a la novia y a su madre, en pie en el sendero, a altura superior a la suya. Su cara adoptó una expresión extraña y sorprendida. Dudó unos instantes. Y, a continuación, encogió el cuerpo dispuesto a dar un salto que le llevara al lado de la novia. En una reacción refleja, la novia emitió un grito extraño, inhalando el aire: —¡Aaah…! Dio media vuelta y echó a correr, avanzando con increíble velocidad, con el taconeo de sus pies blancos y el revoloteo de sus blancas ropas, hacia la iglesia. Como un lebrel, el muchacho echó a correr tras ella, saltando los peldaños y esquivando al padre, moviendo las grupas con la flexibilidad propia del galgo que corre tras su presa. Las mujeres vulgares, abajo, de repente arrastradas por el espectáculo, gritaron: —¡Corre! ¡Atrápala! La novia, desprendiéndose sus flores como si fueran salpicones de espuma, frenaba su carrera para dar la vuelta a la esquina de la iglesia. Miró hacia atrás, soltó un selvático grito de risa y desafío, giró sobre sí misma, se irguió y desapareció al otro lado del contrafuerte de piedra gris. En el instante siguiente, el novio, inclinado al frente en su carrera, apoyando la mano en el ángulo formado por la piedra silenciosa, dio el giro y desapareció, desapareciendo con él, en aquella persecución, sus grupas flexibles y fuertes. En el mismo instante la multitud junto al portalón lanzó gritos y exclamaciones de excitación. Entonces, Úrsula volvió a fijarse en la oscura y encorvada figura del señor Crich, detenido absorto en el sendero, que había contemplado con cara inexpresiva la carrera de los novios hacia la iglesia. Había terminado, y el señor Crich dirigió la vista hacia atrás, para mirar a Rupert Birkin, quien inmediatamente se adelantó y se puso a su lado. Con una leve sonrisa, Birkin dijo: —Nosotros cerraremos la marcha. Lacónicamente, el padre replicó: —Ya. Y los dos hombres avanzaron juntos por la alfombra. Birkin tenía aspecto pálido y enfermizo, y era tan flaco como el señor Crich. Tenía el cuerpo estrecho, pero bien construido. Caminaba arrastrando levemente un pie, lo cual se debía solamente a la timidez. Pese a que vestía correctamente, había en él un innato matiz de incongruencia que daba cierta leve ridiculez a su apariencia. Era, por naturaleza, inteligente y solitario, por lo que no se adaptaba debidamente a los ambientes en las ocasiones sociales regidas por los convencionalismos. A pesar de ello, se subordinaba a las ideas dominantes en dichas ocasiones, interpretaba su papel. Se esforzaba en parecer absolutamente normal, perfecta y maravillosamente corriente. Y lo hacía tan bien, adaptándose al tono de su entorno, ajustándose con rapidez a su interlocutor y sus circunstancias, que conseguía que sus apariencias de ser normal y corriente adquirieran tal verosimilitud que, por lo general, suscitaban momentáneamente las simpatías de quienes le trataban, y les impedía atacarle por su singular manera de ser. Hablaba tranquila y amablemente con el señor Crich, mientras los dos avanzaban hacia la puerta de la iglesia. Se comportaba ante las diversas situaciones igual que el que pasa por la cuerda floja. Siempre se encontraba en la cuerda floja, aunque fingiendo hallarse totalmente cómodo. Decía: —Lamento que hayamos llegado tan tarde. Hemos estado buscando un gancho para abrochar las botas, y hemos tardado mucho en encontrarlo. Parece que ustedes han llegado puntualmente. El señor Crich repuso: —Por lo general somos puntuales. —Yo siempre llego tarde a todas partes. Pero hoy he sido verdaderamente puntual, y si hemos llegado tarde no ha sido por nuestra culpa. Fue un accidente. Lo siento. Los dos hombres desaparecieron, y, por el momento, no hubo nada más que ver. Úrsula se quedó pensando en Birkin. Birkin picaba su curiosidad; la atraía y la irritaba. Quería saber más. Había hablado una o dos veces con él, aun cuando sólo en su calidad de inspector de enseñanza primaria. A juicio de Úrsula, Birkin se daba cuenta de que existía cierta afinidad entre los dos, una comprensión natural, tácita, el empleo de un mismo idioma. Pero no habían tenido tiempo de desarrollar esa comprensión. Y había algo que separaba a Úrsula de Birkin, y, al mismo tiempo la atraía hacia él. En Birkin se daba cierta hostilidad, una última reserva oculta, algo frío e inaccesible. Sin embargo, quería conocerle. No sin renuencia, Úrsula, que no quería iniciar una conversación a fondo sobre Birkin, preguntó a Gudrun: —¿Qué piensas de Birkin? Gudrun repitió: —¿Que qué pienso de Rupert Birkin? Pues me parece atractivo, decididamente atractivo. Lo que no aguanto es la manera en que trata al prójimo… Trata a cualquier tonta como si mereciera su más alta consideración. Entonces una se siente horriblemente traicionada. Úrsula preguntó: —¿Y por qué lo hace? —Porque carece de capacidad crítica. Por lo menos en lo tocante a las personas. Ya te he dicho que trata a cualquier tonta igual que a ti o a mí, lo cual es un tremendo insulto. —Sí, sí, desde luego. Hay que diferenciar. —Exactamente: hay que diferenciar. Ahora bien, en otros aspectos es un muchacho maravilloso. Sí, tiene una personalidad maravillosa. Pero no se puede confiar en él. Vagamente, Úrsula asintió: —Ya. Siempre se sentía obligada a dar su asentimiento a los juicios de Gudrun, incluso cuando estaba en total desacuerdo con ella. Las dos hermanas guardaron silencio, en espera de que la ceremonia terminara, y los novios y su cortejo salieran de la iglesia. Gudrun no quería hablar. Prefería pensar en Gerald Crich. Deseaba saber si la fuerte impresión que le había causado era real. Quería estar plenamente preparada para comprobarlo. Dentro de la iglesia la ceremonia de la boda seguía su curso. Hermione Roddice sólo pensaba en Birkin. Se encontraba cerca de ella. Hermione tenía la impresión de gravitar físicamente hacia él. Deseaba tocarlo. No podía tener la certeza de que Birkin se encontraba cerca de ella si no le tocaba. A pesar de todo, Hermione dominó sus impulsos durante la ceremonia. Había sufrido tan amargamente durante el retraso de Birkin, que aún se sentía alterada. La neuralgia todavía la torturaba al pensar que podría no haber acudido a su lado. Lo había esperado, dominada por un leve delirio de tortura nerviosa. Al verla con el aire pensativo y con aquella expresión embelesada que le daba apariencias de ser toda ella espíritu, como los ángeles, pero que, en realidad, era causada por la tortura, y que le confería indudable patetismo, Birkin sintió que la lástima le desgarraba el corazón. Miró la cabeza inclinada al frente de Hermione, su cara con expresión de embeleso, una cara en un éxtasis casi demoníaco. Sintiendo que Birkin la miraba, Hermione levantó la cara y buscó sus ojos, dirigiéndole con sus hermosos ojos grises una llameante mirada, como una gran señal. Pero Birkin rehuyó su mirada, y ella volvió a bajar la cabeza, hundida en la tortura y la vergüenza, mientras el dolor le roía el corazón. Y Birkin también se sentía atormentado por la vergüenza, por un supremo desagrado, por una profunda lástima hacia Hermione, debido a que no quería mirarla a los ojos, a que no quería recibir su llameante seña de reconocimiento. La novia y el novio ya estaban casados. Todos pasaron a la vicaría. Hermione, sin querer, se puso al lado de Birkin, para tocarlo. Y él lo toleró. Fuera, Gudrun y Úrsula aguzaron el oído para percibir las notas del órgano, tocado por su padre. A su padre le gustaba tocar la marcha nupcial. Los recién casados salían de la iglesia. Las campanas volteaban haciendo vibrar el aire. Úrsula se preguntó si los árboles y las flores podían sentir la vibración, y se preguntó qué pensaban, qué pensaban de aquella extraña conmoción del aire. La novia estaba muy modosa, cogida del brazo del novio, que tenía la vista fija en el cielo, allí, ante él, y abría y cerraba inconscientemente los ojos, como si no supiera con exactitud dónde se encontraba. El novio presentaba un aspecto un tanto cómico, al parpadear e intentar formar parte de la escena, a pesar de que, desde el punto de vista emotivo, se sentía atacado al quedar ofrecido a la vista de la gente allí congregada. Presentaba el típico aspecto de un oficial de la armada, viril y presto a cumplir con su deber. Birkin salió con Hermione. Ésta tenía expresión de embeleso y de triunfo, igual que los ángeles caídos y reivindicados, aun cuando sutilmente demoníaca, pues tenía a Birkin cogido por el brazo. Y Birkin iba inexpresivo, neutralizado, dejándose poseer por Hermione, como si ése fuera su sino, su sino inevitable. Salió Gerald Crich, rubio, bien parecido, saludable, con grandes reservas de energía. Era un hombre erecto y completo, y una furtiva cautela se transparentaba como una leve luz por su aspecto amable y casi feliz. Gudrun se levantó bruscamente y se fue. No podía aguantar aquello. Quería estar sola para saber qué era aquella extraña y fuerte inoculación que había cambiado totalmente los humores de su sangre.