Muñecas de hollín

I Debussy



 

Desde el puerto de Granville, la corta línea férrea le parecía majestuosa. Nunca en su imaginación de escritor habría pensado en crear algo semejante al Grand Cloche; un ingenioso ferrocarril que iba desde el puerto francés hacia la misteriosa isla Nouvelle Lune.

Aunque el trayecto era sumamente corto, el paisaje que ofrecían las ventanas de los vagones era sublime para la vista de un escritor como lo era Levi Debussy. Las luces de los barcos en el puerto y el destellar de la iluminación en la ciudad, le estimulaban la creatividad. Inclusive, al sentir el campaneo de los navegantes, el tren y la música cercana, le recordaba la dicha de vivir entre las calles parisinas donde nació.

Desde que leyó en los periódicos la apertura del Grand Cloche, le emocionaba embarcarse en el viaje. La popularidad de un tren que marcha sobre el mar se escuchaba en toda Francia. Los ciudadanos de los países vecinos se exaltaban por tal máquina y la poderosa locomotora se convirtió en un centro de atracción turístico, más que un método de transporte mercante y de embarque insólito.

Al asomarse por la ventana en la oscuridad de la noche, observó que el oleaje no movía ni un centímetro el vagón. Debussy visualizó detalladamente cómo el agua ocultaba la línea férrea por la que se desplazaba la locomotora. El mar funcionaba como un espejo, el cielo se reflejaba con nitidez en él. Debussy imaginaba que el Grand Cloche se desplazaba por las estrellas.

Inmediatamente, el escritor sacó un pequeño cuaderno marrón de apuntes con textura lisa como el cuero; retiró la pequeña correa que lo envolvía y, desde otro compartimiento de su maletín, alcanzó un lápiz negro.

Debussy contaba con una gran imaginación, pero se conocía muy bien, tendía a ser un poco olvidadizo y se acostumbró a anotar todo lo que se le venía a la cabeza. Bastante rabia había pasado cuando, repentinamente, la musa tocaba la puerta de su creatividad y, por circunstancias ajenas, perdía la idea por no tener un papel donde anotarla.

―¿Puedes escribir con el movimiento del vagón? ―le preguntó una anciana sentada frente a él.

―No muy bien, pero entenderé lo que escribo. No quiero olvidar mi idea ―respondió sin distraerse, levantando la vista un poco.

―El Grand Cloche se mueve menos que un coche nuevo. En esos no puedes escribir ―le comentó el viejo con bastón que acompañaba a la anciana.

―¿Han tenido la oportunidad de subir a un coche? Yo todavía no he podido. Mi padre tiene pensado comprar uno al final del año ―agregó Levi.

―Ya estamos en 1910, créeme cuando te digo que en el futuro habrá un coche en cada hogar. Y más adelante, coches que no se tambaleen tanto ―dijo el anciano riéndose.

Levi compartió una breve y silenciosa risa.

―Nuestro hijo en París nos paseó por la ciudad en su coche, pero me siguen gustando más las carrosas a caballo. ―La anciana interrumpió la risa de su marido.

―Mi mujer dice que los caballos son más fieles que las máquinas ―expresó.

―Cualquier animal es más confiable y fiel que una máquina, cariño. Ellos sí piensan ―contestó la anciana.

―Por el hecho de pensar es que se tiene libre albedrío, madame. ¿No le parece que el pensamiento también lleva a la traición? Una máquina no piensa, no puede traicionar y es fiel a su dueño ―argumentó Levi, sorprendiendo a la pareja.

―Eso es aterrador… ―comentó la anciana, mezclando las ideas del joven con las suyas.

―Este muchacho me cae bien ―rio el anciano con una carcajada fuerte―. ¿Cómo te llamas? ―le preguntó con amabilidad, ofreciéndole la mano.

―Levi Debussy. Un placer. ―Estrechó la mano del anciano.

―Johann Wallach, a tus servicios. Ella es mi esposa, Margot. ―Se presentaron moviendo la cabeza―. ¿Eres periodista? ―preguntó.

―Escritor ―corrigió―. Escribo novelas de horror y suspenso ―les aclaró.

―Eso explica tu particular análisis. Me da un gusto conocer a jóvenes interesados por el mundo literario. Yo solía trabajar para los periódicos en París. No como escritor, mi empresa se encargaba de la parte de imprenta y maquinarias, pero conocí a muchos escritores. ―El anciano comenzaba una conversación laboral.

―No me gustan las novelas de horror, no me dejan dormir, prefiero las románticas ―dijo la anciana, interrumpiendo nuevamente.

―El romance, a veces, es más aterrador que un cuento de horror. Se acerca a la realidad y no existe nada más terrorífico que un hecho que puede hacerse realidad ―argumentó Levi, dejando a la anciana perpleja.

―Eso es aterrador… ―volvió a repetir la anciana, todavía algo aturdida.

La locomotora llegó a la estación de la isla Nouvelle Lune. El motor se detuvo y los pasajeros comenzaron a pararse de los asientos para desembarcar.

―Es un trayecto corto, la conversación se tornaba interesante ―dijo el anciano Johann, tomando su bastón y las pequeñas maletas de él y su esposa.

―No eres de la isla, ¿verdad? ―preguntó la anciana.

―Parisino ―contestó Levi, bajándose el sombrero.

―¿A dónde te diriges? ―indagó Johann.

―Busco una posada en particular, al norte de la isla ―comentó sin dar muchos detalles.

―Podemos compartir un coche y seguir conversando. Nuestra casa también se encuentra al norte ―le propuso el anciano, entusiasmado.

―Se los agradecería mucho, es mi primera vez en la isla ―confesó Levi, guardando su libreta de anotaciones. Tomó con fuerza su maletín y se separó de la pareja en busca de su equipaje.

Levi Debussy era un joven apuesto, muy delgado y alto. Su piel era tan blanca como la nieve, su cabello rizado y oscuro como la noche lo volvía invisible en la oscuridad. Sus preferencias al vestirse de negro lo camuflaban perfectamente, sin embargo, sus ojos celestes lo delataban de inmediato; observarlo a los ojos era navegar en un mar tranquilo, pero con profundidades misteriosas y atractivas.




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