—¡Ren! ¡Ren, arriba!
Una sensación insistente me zarandea el hombro, y mi cuerpo se enrosca aún más en el abrazo cálido y pesado de las mantas, mientras un gruñido incontenible escapa de mis labios.
—Cinco minutos… —murmuro, enterrando mi rostro en el acolchado de la cama, deseando que el mundo se congele por unos instantes más.
—No tenemos cinco minutos. Vamos a perder el tren —responde Alas, su voz suena urgente y clara, casi en un tono de alarma.
Abro lentamente los ojos a regañadientes, como si cada parpadeo fuera un esfuerzo monumental. Alas está completamente vestido, con la mochila ajustada a su espalda y esa expresión de urgencia que normalmente solo aparece cuando se le acaba el quinto café, la cual puede interpretarse como una mezcla de emoción y ansiedad.
—¿Qué tren? —murmuro con la voz áspera por el sueño y la confusión, mientras intento entender lo que está sucediendo a mi alrededor.
—El tren al que tú misma accediste a subir anoche cuando te lo propuse. Aunque claro, tú estabas medio dormida y puede que dijeras que sí a todo, incluso a casarte conmigo y comprarme un coche.
Sus palabras rompen la bruma de mi mente, y levanto la mirada, mirándolo fijamente, intentando procesar la realidad.
—¿Qué hora es?
—Temprano. Demasiado temprano como para estar despiertos. Pero si no salimos ya, nos quedamos sin escapada —dice, con una especie de resignación que sugiere que esto es más bien mi culpa.
Sin más, me lanza una sudadera del suelo, que atrapa en el aire mientras intenta impartir un sentido de urgencia.
—Vamos, ponte algo decente. Y trae agua. Vas a sudar.
La última parte me hace fruncir el ceño, sintiéndome aún más confundida por lo que implica.
—¿A dónde vamos exactamente? —pregunto, tratando de ajustar mi mente al ritmo de su energía nerviosa.
—Sorpresa.
Genial. Estoy aquí, casi medio dormida, arrastrando los pies y encima metida en una aventura misteriosa cortesía del ser humano más impredecible que conozco.
Con un esfuerzo consciente, tardo exactamente ocho minutos en vestirme, peinarme con los dedos y meter lo primero que encuentro en una mochila medio vacía. Otros tres están ocupados bajando las escaleras con el estómago protestando y la conciencia aún en la fase de reinicio.
Para cuando llegamos a la estación, el cielo apenas ha empezado a aclararse, mostrando tonalidades tenues de azul que apenas comienzan a surgir en el horizonte. El andén está casi vacío, envuelto en un silencio que solo las mañanas demasiado tempranas pueden ofrecer, con un aire de magia y melancolía.
Compramos los billetes en una máquina que parece a punto de jubilarse, un artefacto de otra era, y nos colamos en el vagón justo antes de que el sonido mecánico y resonante de las puertas se cierre a nuestras espaldas.
El tren es uno de esos regionales que todavía conserva algo de encanto decadente, con ventanas grandes que invitan a mirar hacia el mundo y asientos incómodamente rectos que parecen haber heredado su diseño de tiempos pasados.
Ese traqueteo familiar que acompaña cada movimiento del tren hace eco en mis huesos, y me dejo caer al lado de la ventana, aún medio zombie, mientras Alas se acomoda frente a mí con una sonrisa en su rostro que sugiere que sabe algo que yo no.
—¿Vas a contarme ya qué es esto? —le lanzo, mientras la ciudad comienza a desvanecerse tras el cristal, luces parpadeantes que se convierten en sombras.
—Vale, vale, paciencia. Vamos a entrenar.
La palabra "entrenar" golpea mi mente como un ladrillo, y lo miro en silencio, considerando el alcance de eso.
—¿Entrenar… cómo? ¿Correr? ¿Luchar? ¿Yoga extremo?
—Entrenar tus poderes. —Me mira, serio por una vez, y su tono cambia—. Nunca te entrenaron de verdad. Solo sobreviviste. Y eso resulta admirable, pero insuficiente si lo que viene se parece a lo que creo.
Me quedo en silencio, reflexionando sobre la verdad de sus palabras. Ha tenido razón desde el principio. Siempre he vivido improvisando. He apagado incendios con las manos, sin tener idea de cómo logré hacerlo; las cosas se rompen a mi alrededor, como si la gravedad misma decidiera ignorarme, y a veces, solo a veces, vuelo.
—¿Y por qué ahora?
—Porque te están siguiendo. Porque tu cara ya no es anónima. Porque si quieres vivir libre, necesitas saber cómo defenderte, como una condenada diosa de guerra.
Levanto una ceja, incrédula y algo divertida.
—¿Una diosa de guerra? ¿Ese es el nivel al que apuntas?
—Siempre apunto alto, y además, lo de diosa ya lo tienes —dice con una chispa en su voz.
El tren deja atrás los bloques de hormigón y comienza a adentrarse en una zona más verde y vibrante, los campos abiertos parecen interminables, llenos de árboles que parecen bailar en complicidad con el viento, y esas casitas dispersas que parecen haber brotado por accidente, como si la naturaleza decidiera adornar el paisaje.
El cielo está cubierto de nubes suaves, en un tono pálido que sugiere calma, como si también estuviera despertando junto a nosotros.
—Vamos al viejo centro de entrenamiento del este —continúa Alas, mirando por la ventana, donde se dibuja un paisaje más libre—. Oficialmente está cerrado. Extraoficialmente, aún tiene lo necesario. Y es lo suficientemente remoto para que nadie nos moleste.
—¿Remoto tipo “tenemos que caminar horas” o remoto tipo “hay cabras salvajes”?
—¿Por qué no ambos?
Resoplo, con un suspiro que parece un lamento.
—¿Y tú vas a entrenarme? ¿Tú? ¿El que no puede freír un huevo sin poner la cocina en peligro?
—Freír huevos y desatar tormentas psíquicas son habilidades completamente diferentes, Ren.
Se apoya en su asiento, con una confianza que me resulta irritante. Yo miro el paisaje pasar ante mis ojos, los árboles se vuelven más densos y las colinas suaves aparecen, junto con alguna que otra construcción antigua que parece medio devorada por la naturaleza.