Y Apolo,
dios orgulloso del sol,
se burlo de Eros,
el amor.
Y el amor,
traicionero, egoísta,
imprudente y doloroso,
decidió con sus flechas
flechar al sol,
a la luz
y la condeno a enamorarse
y siempre perder.
Perdería brillo,
perdería días,
perdería felicidades.
Pero a su vez,
su brillo,
sus amores,
servirían como historias de amor,
de anhelos tan fuertes,
que ni siquiera el tiempo ha podido borrar.
Porque la luz es cantora,
es música,
es luminosa,
brillante,
enfermiza.
Apolo era el dios de la luz,
de las plagas,
de la música y los poetas.
Él piensa en sus amores y les escribe músicas,
los dibuja en la luz,
en sus estrofas,
les habla a las musas y las musas le hablan a los poetas.
Y las musas,
fieles compañeras del dios,
de la música,
de la poesía,
de la tragedia y la épica,
posan para los artistas,
para los poetas,
les susurran al oído; les recuerdan, les hacen pensar en todos estos amores.
Y Cupido,
dulce niño alado,
travieso con sus flechas,
se cuela en los escritos y a los poetas,
protegidos por Apolo,
los atraviesa,
los llena de un amor incontrolable por las musas.
Es este arte,
este sonido eterno,
llenador de páginas,
de cuentos, de dulzuras y pasiones,
sobreviviente del tiempo,
tan eterno como la luz,
permaneciente incluso después de la muerte.
Porque cuando el dios de la poesía se enamora,
por siempre vivirás en sus estrofas.