My rommate is... a boy!

Capítulo uno

«Adiós vacaciones, adiós cama, adiós habitación, adiós baño propio, adiós comer comida deliciosa todos los días, adiós padres, adiós privacidad».

Estaba bajando la última mochila con ropa de mi habitación mientras me despedía de todas las comodidades de las cuales estaría privada durante el curso. Por lo menos la única ventaja que le veía a estar lejos de casa durante casi un semestre era eso; no tener que tolerar la asfixiante vida familiar. Amo a mis padres, pero siento que a veces necesito un descanso de ellos de un año, aunque claro, con un pequeño descanso invernal en medio, en donde pueda volver a comer comida deliciosa y donde el colchón no me lastime. Estudiar la escuela lejos de casa era lo que necesitaba para poder tener mi propio espacio sin tener que alejarme por completo de ellos.

Estaba empezando mi último año de preparatoria en el C.A.C, y este era sin duda el periodo más difícil de mi formación tanto académica como artística, no solo debía prepararme para la universidad, sino que debía practicar el doble para ver lograr entrar al Royal College of Music en Londres. En un principio a mi padre no le agradó mucho la idea de que escogiera seguir una vocación musical, él solía pensar que solo las personas con talento divino –esa clase de personas que nacen siendo un prodigio en la música– podían seguir aquel camino. Consideraba que si continuaba con la música sería un desperdicio de inteligencia, pero todo cambió el día que mi madre logró convencerlo de ir a uno de los recitales que ofrecía mi secundaria, donde toqué frente a todo el auditorio, y aunque no era una multitud tan numerosa, cuando toqué la última nota la ovación fue de pie. La primera persona en levantarse fue mi padre, quien según en palabras de mi madre, lloró de orgullo, incluso después de haber llegado a casa siguió conmovido. De solo pensar en el recorrido que he hecho para llegar hasta donde estoy actualmente hace que mi estado de plenitud crezca; lo único que puedo pensar es: «Todo lo que he hecho ha valido la pena». Y vaya que ha sido así. Ahora, me encuentro frente al coche, esperando a que mi padre me ayude a subir la última maleta, para emprender dos horas de camino hasta llegar a California.

–¿Llevas todo? –pregunta por quinta vez mi madre, una vez que nos hemos subido al coche–. ¿Bloqueador? –asentí–, ¿fundas para la cama? El semestre pasado tuviste que comprar unas porque olvidaste traer las tuyas…–volví a asentir.

–También llevo los veinte paquetes de barras de cereal que compraste, la pasta dental y las velas aromáticas que trajiste del centro comercial. Todo viene eso viene aquí–señalé la mochila deportiva que estaba a un lado de mí, junto con las demás mochilas que ya no entraban en la cajuela.

Hacer mudanza semestral es algo agotador. Tener que abrir y cerrar cajas, meter y sacar cosas, doblar y desdoblar ropa; todo para que al final las cosas duraran dentro de la habitación solo seis meses. Esta vez había hecho una mudanza completa, generalmente los dos años anteriores dejaba un par de cosas en mi vieja habitación, pues sabía que regresaría ahí, pero mi antigua compañera había desarrollado, como decirlo, una extraña obsesión conmigo, al grado que debía cerrar mi puerta del cuarto con seguro y pasaba la mayor parte del día fura de la casa, para evitar tener cualquier clase de contacto con ella. Sentí que el alma me regresó al cuerpo cuando recibí, durante el periodo de vacaciones, la notificación por correo de que había sido aprobada mi solicitud de cambio de habitación. Así que por eso íbamos una vez más con la cajuela llena de cajas de plástico y maletas, que estaban a reventar de ropa y otras cosas que necesitaba.

Mientras mis padres hablaban sobre las condiciones climáticas –mi madre tiende demasiado a checar el clima de California, quiere saber que tan caluroso podrá estar– yo me puse los audífonos, acallándolos un poco mientras buscaba que canción poner. Dejé de escucharlos cuando puse Sunny de Boney M.

«Adiós, adiós hogar, hola libertad».

 

El clima templado de mi ciudad había sido reemplazado por el aire cálido y la brisa marina. El coche estaba estacionado frente a la última casa del fondo, nos encontrábamos en una especie de cerrada, había, por lo menos, como otras quince casas iguales a la que estaba contemplando a través de la ventana trasera del vehículo. No lograba salir de mi asombro y felicidad. Creí que volvería al complejo de dormitorios como los semestres anteriores, pero ahora me habían asignado a las villas que estaban del otro lado del campus, casi a las afueras, estás colindaban con la playa. «Oh por Dios». Salí del coche y cerré la puerta del vehículo, mis padres parecían estar igual de impresionados por la vista como yo.

–Creo que ahora sí vale la pena la cantidad de colegiatura que pago–sentenció mi padre al ver la casa y el paisaje que ofrecía detrás de ella.

–Ya entiendo porque hemos traído toda la mudanza, de nuevo–respondió mi madre pasmada, antes de bajar del coche.

Gracias a Dios, aquella casa me había salvado de tener que dar explicaciones que no quería.

No era una construcción de gran tamaño, sino más bien mediano, justo para dos estudiantes que apenas si pasaban tiempo dentro de ella. Las ventanas y la puerta eran de color blanco, el cual contrastaba con el amarillo de las paredes. Contaba con un pequeño jardín cuyo pasto era artificial, o al menos eso creía, porque jamás había visto un pasto tan verde y vivo en mi vida.

–Iré por las llaves, en los que ustedes… exploran–mi madre se había adelantado y había cruzado el jardín para irse hacia el sendero que llevaba a la playa. Mi padre asintió.




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