Todas las historias tienen un comienzo y este... este es el infausto final de su principio.
Era una mañana muy fría y gris, por las lejanas montañas de los Alpes franceses, un lugar recóndito, lleno de parajes de una época ya perdida (por esa invención humana de la industrialización y su consiguiente metropolización) y de una belleza sin fonética inventada, donde se escucha por las mañanas aullar al silencio del viento mientras se desliza entre los árboles y cruza los incontables caminos que van coronando las cimas del territorio.
Aunque esa mañana gélida y nublada de Noviembre, el silencio lo rompía (atrozmente) pidiendo a gritos una jubilación anticipada, el ruido de un motor revolucionado de un anticuado coche familiar azul. El pobre coche zigzagueaba a marchas forzadas por uno de los tantos caminos, tosiendo bocanadas de penetrante humo mientras espantaba a todas las aves del lugar, que abandonaban los arboles despavoridas. No se dispersaban, como cabría esperar, en dirección contraria, sino que volaban en la misma dirección que el coche, huyendo de otra cosa. Algo en el cielo las había asustado.
Dentro del coche iban los Milson, John y Marie, que volvían a su casa, como cada día, después de dejar a su hija menor Anne y a sus dos hijos, Ander y Adam, en el instituto.
En realidad no se llamaban ni John, ni Marie, ni su verdadero apellido era Milson.
Ellos eran Rasha y Tzacoatl, y sus hijos se llamaban Ellen, Edahi y Evan, respectivamente, aunque los niños no lo sabían, como tampoco sabían el verdadero nombre de sus padres.
Sin embargo ese día, no era como cada día. Cuatro sombras los habían sorprendido a medio camino y estaban huyendo de ellos. Eran unos seres oscuros, tanto por la falta total de luz en sus difuminados cuerpos como porque eran muy tenebrosos. Nacidos de la mismísima destrucción, con el único propósito de devorar almas.
John y Marie decidieron instalarse en las apacibles y alejadas montañas, hacía ya tres años, cuando su hijo mayor, Ander, cumplía las catorce primaveras. Temerosos de que el despertar del mercuris de su hijo, provocará que los vasallos de Farey lograran encontrarlos. Habían decidido que era mejor vivir cerca de sus abuelos, Arfa y Ben, para protegerlos por si a ellos les pasara alguna cosa.
De hecho, habían viajado mucho desde que la profecía de los tres fuera pronunciada por el maestro augur Adiv en Mythos, el día que Marie daba a luz a su hija, durante las lunas de sangre. Se escondieron en la Tierra, cambiaron sus identidades, apagaron sus mercuris y se hicieron pasar por simples humanos. Siempre de aquí para allá, mudándose a menudo, con la excusa en la boca, contada y recontada a sus hijos, de que el trabajo de John así lo requería. Su existencia humana era casi perfecta, tenían la historia (falsa) de sus vidas tan arraigada que hasta ellos mismos casi se la creyeron. Y hubiera sido totalmente perfecta de no ser porque las mentiras no duran eternamente y el reloj de arena, siempre imperturbable, había agotado el último grano, dando paso a la verdad. Una verdad tan aplastante como nihilista, arrasando, sin importarle, a su paso a todo aquel que se interpusiera.
Volviendo al anticuado coche, el camino empinado, de curvas vertiginosas por el que se dirigían conduciendo a alta velocidad (o a la máxima que permitía nuestro entrañable utilitario azul), estaba flanqueado por altas y centenarias coníferas al oeste y por un imponente precipicio al este, que descendía abruptamente dejándote sin aliento.
Marie no paraba de vigilar por el espejo constantemente, la respiración jadeante y el tambor del corazón emitiendo compases frenéticos e irregulares. Sus ojos parecían desbocados y obsesivos, pasando del camino al retrovisor, del retrovisor al precipicio y vuelta a comenzar. Marie no sabía si le asustaba más el hecho de que las sombras se estaban acercando o que pudieran salirse del camino y caer por el barranco. John no solía medir bien las distancias cuando conducía (los laterales de madera del coche estaban totalmente rallados) y estando ahora bajo presión, las probabilidades de que sufrieran un accidente eran exponencialmente elevadas. Si la tez de Marie ya era blanca de por sí, ahora estaba pálida como un fantasma.
Detrás de ellos se divisaban las cuatro sombras, manchas grises que se disimulaban entre las esponjosas nubes. Veloces como el viento enfurecido, surcando el cielo, peligrosamente al acecho. Ni Marie, ni John, habían visto nunca un sombra, pero sabían cómo eran por las ilustraciones que existían en las antiguas escrituras. También sabían lo despiadadas que podían llegar a ser, además de efectivas. Ninguno de su especie que hubiera sido objetivo de un sombra había sobrevivido para contarlo.
— ¡Aprieta el acelerador John! — le apremió Marie. A través de su voz entrecortada se atisbaba cierto nerviosismo, impropio de su excelente saber estar. Marie no solía alzar nunca la voz y ahora parecía un megáfono a máximo volumen. Aunque no estaba nerviosa por lo que pudiera pasarle, de hecho pensándolo bien, ni siquiera le asustaban los sombras o el precipicio, en realidad estaba nerviosa y asustada por sus hijos.
— Le estoy dando a fondo... ¡Malditos sean! Están manipulando el viento para frenarnos — gritó John, con el cabello al viento, siempre tan apuesto. Los músculos de sus brazos, hechos para destrozar diamantes, estaban a punto de explotar, de un momento a otro, por la intensidad con la que sostenía el volante. John habría parado en seco para enfrentarse a esas bestias, a él lo de huir le parecía de cobardes. Había nacido en un reino de auténticos guerreros, inculcado y formado para ser duque. Llevaba el sentido del deber y el honor a flor de piel. Pero por más que quisiera enfrentarse cara a cara con su enemigo, sabía que debía alejarse lo máximo que pudiera del instituto de sus hijos.
Editado: 02.07.2020