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Después de años de sequía emocional, Ana finalmente logró soñar. Aunque no recordaba los detalles, sabía que algo profundo había ocurrido en su subconsciente. Imágenes borrosas flotaban en su mente como fantasmas, pero no estaba lista para compartirlos con nadie, ni siquiera consigo misma.
Cada noche, Ana abrazaba su almohada como un escudo protector. La suavidad del tejido y el olor a lavanda la hacían sentir segura. Sin embargo, esa noche fue diferente. Después de un par de horas de sueño, se despertó con una sensación de parálisis.
Una fuerza invisible la aprisionaba, impidiéndole abrir los ojos. Era como si una entidad desconocida luchara por mantenerla en el límite entre la vigilia y el sueño. Ana sabía que estaba despierta, pero su cuerpo parecía no responder.
Con un esfuerzo sobrehumano, logró entreabrir los ojos. La lámpara del techo parpadeaba como un faro en una tormenta. Su mirada titilaba, buscando enfocarse en algo, cualquier cosa. En su interior, una voz susurraba: "No te rindas."
Ana sintió una presencia dentro de sí, alguien que conocía su lucha. Le habló con firmeza: "Presentate ante mí. No tengo miedo. No seas cobarde." La habitación pareció contener la respiración.
Aunque no vio nada, Ana sintió una victoria silenciosa. La fuerza que la había aprisionado retrocedió, permitiéndole recuperar el control de sus sentidos. En ese momento, supo que era más fuerte que la oscuridad que la había rodeado.
Al día siguiente, Ana se despertó con una sensación de claridad. Su sueño seguía siendo un misterio, pero había descubierto una verdad profunda: que ella era la dueña de su propia realidad.
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Editado: 16.11.2024