Nathan Graham (#5 saga “Ángeles”)

Capítulo 1: La sombría espera del ángel

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CAPÍTULO 1

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[Westmisnter, London, 1478]

 

(Padrón Real, Junta Importante De Las Nuevas Leyes) 

 

—Una nueva revolución de la clase obrera fue detenida cuando trataban de entrar al castillo. Los traidores y bárbaros ya están en los calabozos, esperando a ser ejecutados. Mis hombres fueron quienes le brindaron esa protección a su majestad, el rey Luis IV. 

—El favor y buena disposición en lealtad a la corona, que usted ha brindado, será muy bien recompensado, conde Brighton. Mientras tanto, necesito que me preste a más de sus hombres. Al parecer los reinos vecinos se han dado cuenta de nuestra gran fragilidad y planean un hurto al trono de nuestro pueblo. Si llegan a nosotros, tomarán nuestras tierras y nos cortarán la cabeza. 

—Yo puedo prestar a setecientos caballeros. Sin embargo, el lote que necesito que su majestad, con mucha amabilidad me remunere, debe ser más grande al de la vez pasada. 

—Pero el único que me queda es donde está ese mugroso orfanato. Lo he dado en caridad de préstamo a la orden religiosa de la iglesia de Sussex. Para ocuparlo tendrá que pedir permiso al arzobispado. 

—Créame que eso no será un problema, su majestad. 

 

Los escucho… los veo… los puedo sentir y hasta olfatear. Esa clase de personas que son mis mejores clientes, mis favoritos y a los que trato de cuidar más. Esos que disfruto llevar y acompañar hasta donde comienza la invencible y fría oscuridad se un tortuoso páramo, que hace doler hasta los huesos y hace sangrar las extremidades. Entonces, cuando mi éxtasis crece y mi corazón se hincha de ansiedad, el recordatorio de que todavía no es tiempo de escoltar aquella perdida, pero deliciosa alma, se marca en mi mano derecha y me abstengo de actuar.

¡Bien! Esperaré. No me queda de otra que tomarme mi tiempo para dejar que ellos estén listos. 

Me levanto del piso rojo de terciopelo y sacudo mi traje negro. Enciendo una pipa y suelto el humo amargo y picante en la cara de mi próximo cliente, que solo se limita a toser, sin notar mi presencia. Sin darse cuenta de que estoy cerca de él, esperando… emocionado por tomar su alma, estrujarla tan fuerte, tan dolorosamente perfecto, hasta hacer que desaparezca. 

—Nos veremos pronto —susurro con una sonrisa en su oído.

Se ha estremecido y un poco de sudor frío recorre la curvatura de su cuello. Sabe que estoy cerca, sabe que me verá pronto y que si continúa con esto, este será su último día. Sin embargo, está decidido. 

"Muy bien, seré puntual al venir por él". 

​​​​​Vuelvo a soltar el aire y camino con el poderío del que gozo y he gozado toda mi vida, y salgo de aquel lugar.

“Castillo” le llaman. Para mí solo es un trozo de concreto vacío, con trapos de fina tela, desperdiciada, colgando de sus pilares huecos y perfilados. Aquello a lo que llaman oro, la cosa que llaman plata, la riqueza que los mortales han buscado desesperadamente durante siglos… ¡Ja! Justo esas cosas que nunca obtendrán. Todo eso es su condena y ellos no lo saben. Esas almas ambiciosas que poco a poco caen en una trampa desconsolada y aún así no buscan ningún arrepentimiento, esas son las que más anhelo.

Sé distinguir a esas personas y por ello, mi trabajo nunca acaba. Viajar se me ha dado bien a lo largo del último siglo. He ido desde las profundidades menos habitadas de la tierra, a lo más conocido por el ojo del hombro… o lo más mencionado en la historia de la vida.

Mientras cruzo la plaza de la ciudad con mi pipa a medio acabar, me quedo observando a la gente que pasa por mi lado, sin darse cuenta de mi existencia. Todas esas personas no saben lo que quieren de la vida mientras la tienen, pero cuándo ya no la tienen, saben pedirle con convicción a la muerte lo que quieren de ella: la vida, y es lo único que no se les puede proporcionar.

En menos de dos minutos pasan por la plaza tres infantes, jugando a ser caballeros, desenvainando sus espadas improvisadas, hechas de madera, y me sonrío al ver cómo desde pequeños están destinados a acompañarme. Uno de ellos cae al suelo por el golpe en el rostro que le propicia el otro, y se echa a llorar.

Son tan banales, débiles y maleables. Son una masa de decepción y ni siquiera se dan cuenta. Todos los humanos han sido criados por sus padres, para terminar en un mismo sitio.

El inframundo que yo he creado… o para el que he sido creado.

El chico llora desconsoladamente, pero a mí no me provoca ni un poco de pena o empatía. No he conocido a un solo ser humano que valga la pena la diferencia. Ellos no tienen el don de la excepción y ninguno lo merece.

Mi risa se extiende por toda la plaza al verlo llorar. Su compañero de juegos se angustia y también llora. 

Las lágrimas son algo que jamás he experimentado y no me da la más mínima curiosidad.

Sigo soltando carcajadas a más no poder, cuándo de repente, veo a dos mujeres del pueblo acercarse a ambos chicos. Una es pequeña y tiene su cabello cubierto por una manta blanca. Es de cuerpo voluptuoso y complexión gruesa; la otra es más delgada, alta y complexión delicada. Su piel es blanca y sus ojos… no puedo verlos, está de espaldas. Los ayudan a ponerse de pie y una de ellas, la más joven, sacude sus ropas y les dice algo al oído que los hace reír.

¡Bah! Esa loca acabó con la diversión de la ironía.

Los dos críos se alejan por la orilla de la calle, riéndose y jugando de nuevo, acompañados de la mujer más anciana. Y entonces, algo pasa.

La joven de ojos misteriosos se da la vuelta, con sus brazos tensos y sus puños apretados, y busca algo entre la gente, con la mirada.




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