Neurosis o paz

El hada y el espejo

"Lo que más deseo es una tregua," había mascullado Don Agapito al Espejo de las Verdades Relativas, un mueble parlanchín con ínfulas de gurú de autoayuda de segunda mano. El espejo, cuyo marco estaba adornado con citas motivacionales despegándose, lo había mirado con su único ojo de cristal bizco. "Ah, la dulce rendición... un concepto tan burgués. ¿No te das cuenta, campeón, de que tu sufrimiento es tu mejor activo? ¡Piensa en la narrativa!"

Don Agapito suspiró, un sonido que evocaba el desinfle lento de un globo existencial. "Pero es que me veo a mí mismo en ese campo, y mi único oponente soy yo, siempre lo he sido."

"¡Absolutamente! ¡Una metáfora brillante!" exclamó el espejo, visiblemente excitado. "¡La lucha interna! ¡El héroe contra sí mismo! ¡Un clásico! No te atrevas a privarnos de este drama tan... tú."

La ironía, esa punzante salsa de la existencia, se derramaba sobre Don Agapito como una lluvia ácida pero familiar. No quería rendirse, no realmente. Era como un adicto al drama personal, un coleccionista de angustias de edición limitada. La idea de un respiro, de un armisticio en la guerra civil de su mente, era tan tentadora como aterradora.

Fue entonces cuando apareció Doña Eufemia Paz Perpetua, una suerte de consejera emocional cuántica enviada por el Departamento de Bienestar Metafísico. Doña Eufemia flotaba ligeramente, vestida con una túnica color beige neutro que parecía absorber toda la alegría del universo.

"Don Agapito," dijo con una voz tan suave que parecía a punto de desmaterializarse, "hemos detectado niveles inusualmente altos de autoconflicto en su aura. Se le ha concedido una licencia temporal de su... intensa introspección."

Don Agapito la miró con suspicacia. "¿Permitirme sentir otras cosas? ¿Otras sensaciones y sentimientos más suaves y tranquilos?"

"Precisamente," asintió Doña Eufemia con una sonrisa tan tenue que podría haber sido un tic nervioso. "No necesita estar rebosante de felicidad para disfrutar de las pequeñas cosas de la vida. Un sorbo de té tibio, el susurro del viento en las hojas, la contemplación de una pared recién pintada... experiencias sublimes, ¿no cree?"

La mente de Don Agapito, acostumbrada a las refriegas verbales consigo mismo, se sintió extrañamente vacía. La idea de una existencia desprovista de la adrenalina del conflicto interno le producía una inquietud paradójica.

"Y es irónico," confesó, sintiendo un rubor de vergüenza ascender por sus mejillas invisibles. "Me siento como un cobarde porque le tengo más miedo a vivir de manera más sana que a la misma muerte."

Doña Eufemia sonrió, esta vez con un atisbo de comprensión, o quizás de lástima profesional. "Ah, el miedo al cambio. Una dolencia muy humana, incluso para un ser tan... introspectivo como usted. Pero piense en las posibilidades. ¡Podría descubrir el fascinante mundo de la contemplación del ombligo! ¡O la excitante monotonía de organizar sus calcetines por tonalidad de gris!"

Don Agapito pasó su licencia experimentando estas "suaves y tranquilas" sensaciones. Intentó entusiasmarse con el meticuloso apilamiento de sus libros, ordenados alfabéticamente por el apellido de autores que, en su mayoría, también parecían profundamente infelices. Trató de encontrarle el punto al "susurro del viento en las hojas", pero todo lo que escuchaba era un recordatorio de que el tiempo seguía avanzando inexorablemente hacia un final, presumiblemente tan insatisfactorio como el resto.

Para su sorpresa, descubrió que la ausencia de su constante diálogo interno dejaba un vacío aún más inquietante. Era como si le hubieran amputado una extremidad invisible pero esencial. El mundo, antes un campo de batalla mental, ahora era un paisaje anodino, desprovisto de la chispa de su propia miseria creativa.

Al final de su licencia, Don Agapito se presentó ante Doña Eufemia con una resolución inesperada. "Doña Eufemia," dijo con una firmeza que no se había escuchado en años, "agradezco la tregua. Pero creo que estoy listo para volver al frente."

Doña Eufemia arqueó una ceja perfectamente depilada. "¿Está seguro, Don Agapito? La paz interior tiene sus encantos..."

"Sí," respondió él con una extraña mezcla de alivio y resignación. "He descubierto que mi mayor temor no es la salud mental, sino el aburrimiento existencial. Prefiero la intensidad de mi propia neurosis a la insípida placidez de la normalidad."

Y así, Don Agapito Sísifo Melancólico regresó a su laberinto interior, listo para retomar su épica batalla contra sí mismo. Después de todo, en el teatro absurdo de su mente, él era el protagonista, el antagonista y el público, y la obra, aunque dolorosamente irónica, era la única que realmente sabía representar. El Espejo de las Verdades Relativas lo recibió con un brillo triunfal en su ojo bizco. "¡Te lo dije, campeón! ¡La narrativa!"




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