Después de lo del circo del terror, los organizadores se quedaron pensando:
—¿Quién es este niño que ni parpadea?
La historia llegó a los superiores. ¿Resultado?
Nos regalaron otro viaje. Pero esta vez… a un lugar supuestamente más aterrador. Uno donde “nadie sale sin traumas”, según el director.
—Esto sí los va a hacer gritar —nos dijeron.
—Aquí se han desmayado adultos —advirtieron.
Perfecto.
Yo solo quería saber si había perro caliente.
Llegamos. Desde la entrada todo estaba diseñado para romper la mente: pasillos oscuros, gritos de fondo, luces que parpadeaban, muñecos que se movían solos, actores disfrazados de monstruos.
El primer susto fue en la puerta. Un tipo con máscara salió corriendo hacia nosotros. Todos gritaron…
Yo le di una cachetada.
—¡Ay, parce! —gritó el tipo mientras se quitaba la máscara.
—Pensé que te habías tropezado conmigo —respondí.
Los del staff ya estaban preocupados. No sabían cómo asustarme.
Seguimos el recorrido. Llegamos a la “zona de masacre”, donde había sangre falsa por todas partes, cuerpos falsos, y gritos que helaban la sangre.
Varias chicas se desmayaron.
Yo fui, llené un balde con agua y les eché a todas en la cara.
—¿Y eso? —me preguntó uno de los actores.
—Pa’ que vuelvan al mundo real, que ya estamos por salir —dije yo.
Cuando llegamos a la sala final, la más traumática de todas, se suponía que debíamos quedarnos paralizados del susto: una escena horrible, gritos, luces estroboscópicas y un monstruo saliendo del suelo.
¿Y yo?
Comiéndome un perro caliente con jugo.
Uno de los monstruos me preguntó:
—¿Y a ti qué te asusta?
Y yo le respondí:
—Las matemáticas, bro… pero aquí estoy tranquilo.
El profesor, que iba atrás todo pálido, dijo:
—No sé si este niño necesita una medalla o una evaluación psicológica…
Salimos del lugar. Todos pálidos, algunos llorando, otros riéndose nerviosos.
Yo salí eructando por el jugo y preguntando si había otra atracción.
Ese día entendí que el miedo puede tumbar a muchos…
Pero a mí ni me despeina.