En la oscuridad de la madrugada, la tierra se sentía húmeda en mis manos y entre mis uñas, mientras escarbaba hasta crear un pequeño agujero bajo el árbol de cerezas. Sentía que así, usando mi propia piel, podría dar una sensación de calidez a aquella pequeña sepultura, a la porción de ceniza atrapada dentro de un frasquito de mermelada que había estado vacío. Las estrellas resplandecían sobre un cielo despejado y me brindaban toda la luz que pudiese necesitar en mi corazón.
Este acto, este pequeño acto de amor hacia mí misma y hacia todas ellas, revivía mi ser muchas veces frívolo, quieto e insignificante, y le llenaba de un alma pura y gentil.
En nombre de Dios, realicé una oración, y deseé que el alma que acababa de sucumbir convirtiéndose en un fino polvillo grisáceo encontrase la paz y la calma junto a las demás estrellas que resplandecían en el cielo.