Cuando nació, su padre juró que sería la mujer más bella que podrían conocer sus ojos. Había nacido en una pequeña localidad alejada del mar y había vivido toda su infancia y pubertad con sus padres, en un campo extenso, lleno del pasto más verde y sedoso que jamás volvió a ver, y de árboles llenos de frutos de todos los colores que llenaban sus desayunos de sabor.
Su padre, un hombre amante de sus tierras, se levantaba temprano para cuidar de sus caballos y vacas, cuya leche vendían a los demás habitantes del pueblo. Su madre, en tanto, se dedicaba a cuidar de los cultivos, del alimento y medicinas que podía brindar la tierra. Antes del nacimiento de Arabella, su padre le había construido un invernadero en que su madre plantaba los más ricos frutos silvestres y hierbas medicinales. Al medio día, cuando Arabella terminaba de desayunar, acompañaba a su madre al invernadero, recogían frambuesas y luego cocinaban postres juntas. A temprana edad aprendió que a su padre le encantaba el kuchen de frambuesa, así que se esmeró en aprender su receta y cocinarlo para él. Él siempre le decía que era el mejor kuchen que había probado, picando a su madre, quien se reía con ternura mientras ayudaba a Arabella a quitarse la harina y la leche condensada de los antebrazos. Amaba la manera en que ambos se miraban… con un cariño que calentaba su corazón y le hacía sonreír y desear ser observada de la misma forma.
Durante las tardes en que su padre no se dedicaba al campo, salían juntos a pasear por las extensas tierras. Su padre la montaba en un caballo que él guiaba a pie, recorrían la pampa e iban hacia el estero que dividía sus terrenos con la montaña, cuyos árboles resultaban inmensos y frondosos, capaces de ocultar a las bestias que ahí habitaban. El estero, en tanto, era pequeño pero correntoso, de rocas resbaladizas y en el que más de una vez se había caído, pero el cual nunca había cruzado. Sus padres le decían que más allá, dentro de la montaña, acechaba una criatura con los colmillos más aterradores y feroces que podría llegar a ver si no tenía cuidado. Sabía que su pelaje era de un café tostado, que sus patas podían cubrirle la cara en un segundo y que sus garras podían despedazarla. Jamás lo vio, pero el miedo que le tenía amenazaba su corazón cada vez que iba al estero a lavar prendas junto a su madre.
En su cumpleaños número catorce, mientras ella cocinaba junto a su madre, su padre salió en su caballo y no regresó. Su madre estaba agónica. Juntas le buscaron, recorrieron las tierras, inclusive llegaron a pensar que les había abandonado, hasta que más allá del estero vieron sus ropas desgarradas y supieron que no le volverían a ver. El animal del que tanto le habían hablado se lo había llevado, y junto con él había arrastrado la alegría de su madre.
Pese a que intentaron mantener las tierras, no lo lograron. Su madre cayó en una profunda tristeza que le quitó la vida a sus ojos, dejó de cuidar su invernadero, dejó de preparar dulces junto a ella y perdió todo atisbo de luz. Los animales se morían, las plantas y frutos no prosperaban. Con el corazón roto y un millón de recuerdos en él, su madre vendió las tierras y migró junto a Arabella hacia la costa, a un pueblo conocido por la abundancia pesquera y donde se decía que había mucho trabajo. Arabella nunca había visto el mar, y cuando lo conoció, le encantó la forma en que las olas iban y venían, cómo mojaban la arena y cómo le cubrían los pies con la espuma que formaba la sal. Extrañaba el pasto, los árboles y odiaba el olor del pescado, pero amaba el mar.
Su madre comenzó a trabajar junto a una ancianita en una tienda en que vendían hierbas medicinales, y poco a poco recuperó su luz. Como sabía de los beneficios de la tierra, más que sólo vender las hierbas, también le enseñó a la gente la mejor forma de usarlas. Arabella siempre la escuchaba con admiración, mientras esta le decía que curar era un arte y que el campo en que habían vivido estaba cerca cada vez que curaban a alguien. Pese a todo, prosperaban. Arabella solía pensar que su padre estaba orgulloso de ellas desde el cielo, y que durante las noches, le observa a través de las estrellas.
En la costa se veía a lo lejos el inicio de una isla verdosa, extensa, donde la gente del pueblo decía que residían hombres que de vez en cuando llegaban a comprar mercancías, aunque sólo negociaban con los maridos de las mujeres del lugar. Eran extraños, robustos y muy callados. Miraban a las mujeres con miedo, algunos otros con desprecio, como si fuesen monstruos, hasta que se retiraban silentes en sus botes. A Arabella le inquietaban, pero en su joven corazón no podía dejar de sentir curiosidad por entenderles.
Cuando cumplió diecisiete y tenía más de un pretendiente siguiéndola en el pueblo, un joven llegó en un bote desde la isla junto a cinco hombres más, e inmediatamente le atrapó los sentidos. Tenía los ojos de un color verde intenso, empalagoso, que le recordaba a los prados que solía recorrer de niña junto a sus padres, pero él no le había prestado atención.
Un día, al final, la curiosidad por el muchacho la cegó y se le acercó. En primera instancia, el muchacho se alejó de ella al verle con unos ojos del tamaño de dos platos, la observó con sus ojos verdes, miró hacia su alrededor y, finalmente, tuvieron una conversación extraña. Parecía que él quería correr cuando volvió a su bote junto a los demás, Pero cuando volvió una vez más desde la Isla, y luego otra, las conversaciones se volvieron más fluidas, más tiernas… bajo las miradas desconfiadas del resto de los isleños que viajaban con él.
Un día, en una de sus visitas, le pidió a Arabella que se fuera con él, pues la adoraba y quería que fuese su esposa. Y ella, una adolescente que creía estar enamorada, le dijo a su madre lo que sentía y que se iría. Le prometió volver de visita y que iría por ella para llevarla a su boda, porque estaba segura de que aquel muchacho sería el hombre de su vida.