Hacía unas horas el cielo, comúnmente grisáceo, se encontraba despejado de nubes y dejaba a la vista un cielo celeste, brillante, del que provenían rayos de sol que rara vez tocaban mi piel. Ahora, de pie sobre la gravilla que rodeaba la plaza, no recibía ni un poco de luz. Mi nariz, en cambio, percibía el olor a madera quemada, a tela consumiéndose… sentía el aroma de ella, de su carne comenzando a ahumarse, a convertirse en carbón, pero no lograba mirarla a los ojos. Tan sólo de pensarlo, de imaginar su rostro paliducho lleno de hollín, me revolvía el estómago hasta las náuseas.
Pero decidí hacerlo, y cuando levanté la vista… la vi.
Estaba cubierta por las llamas.
El fuego nacido a sus pies danzaba a su alrededor, burlesco, y le recorría las piernas dejándoselas en carne viva. Las llamas más altas habían alcanzado sus rizos castaños que cedían ante el rojo del fuego, consumiéndose de manera voraz hasta quemarle el cuero cabelludo y el rostro. Su vestido, de un humilde color café, se convertía en nada más que un estropajo inutilizable, quemado y terso, con orificios que le daban un diseño grotesco, dejando a la vista su piel enrojecida y sangrante. No debía de tener más de treinta años.
Sus gritos. Escuchaba sus gritos de terror, de pánico, cómo se le desgarraba la garganta con un dolor ardiente que sabía que, en algún momento, tarde o temprano, terminaría abrasando mi piel y mi carne, hasta consumir mis huesos y convertirlos en ceniza, en un polvo grisáceo que jamás podría tocar una tierra distinta a la de esta isla y que sería olvidada luego de que la hoguera apagase sus llamas. Ahora estaba ahí, entre un tumulto de gente que no dejaba de alzar la voz deseándole el mal a la mujer cuyos gritos desesperados comenzaban a apagarse, con una súplica de piedad que jamás sería escuchada.
No se escuchaba a quienes se creía que eran brujas.
No a quienes, por amor, habían aprendido a usar las hierbas del suelo o los frutos de los árboles para sanar.
No a quienes venían desde lejos queriendo una vida distinta. No a aquellas que nunca habían querido entregar su vida y sus cuerpos a un hombre y que terminaban siendo juzgadas como amantes del diablo. No a aquellas que, pese a estar casadas, no podían tener hijos, pues se decía que estaban destinadas a concebir al hijo de la oscuridad.
No se escuchaba a quienes habían tenido la desdicha de nacer como mujeres. Al final, sólo existía un camino: esperar, porque a pesar de no hacer más que existir para la dicha y goce de algún varón, cualquier cosa, aunque fuese la más mínima, detonaría en una persecución por el pueblo, por el bosque que le rodeaba o por la orilla del mar, porque se podía ser bruja.
Aparté la vista antes de que el jugo gástrico terminase de recorrer mi esófago, vomitara y cualquiera sospechase del malestar que la situación me generaba en las entrañas, en la mente, en el corazón.
No conocía a esa mujer, aunque fuésemos pocas en la isla. Era un riesgo hablar entre nosotras, reunirnos… por lo que me limitaba a permanecer en casa, cocinar para mi padre y hermano y esperar, esperar…
Esperar a que fuese yo, que algún hombre me observara más de lo debido y me condenase a las llamas. Odiaba la idea de venir aquí, de tener que aparentar que no me desgarraba el alma escuchar cómo se apagaba una nueva voz. Pero mi padre me lo exigía, me exigía estar presente y demostrar que no era una de ellas, que era diferente y que merecía seguir respirando. Sabía que nada le costaría llevarme a rastras a la iglesia y afirmar que la oscuridad me corría por las venas.
A veces, decía que con suerte algún día un hombre se fijaría en mí, se daría cuenta de que era distinta a mi madre y a las demás quemadas, si es que realmente lo era, y me tomaría por esposa para formar una familia que, si era bendecida, traería más hombres buenos y leales a Dios, para purificar la tierra y quitar de ella las almas impuras como la de la mujer que ya no respiraba frente a mí y cuyas mejillas estaban al rojo vivo, con la piel descascarándose en capas infinitas.
No quería entregar mi vida a un hombre, no en este lugar ni en ningún otro. Y que Dios me perdonase, pero prefería arder en las llamas y que mis cenizas fuesen pisoteadas antes de darle un hijo a algún hombre de esta isla maldita. Porque no éramos nosotras el problema, no había sido mi madre ni ninguna de las jóvenes que había visto cómo eran quemadas en mis diecisiete años de vida. Eran ellos, ese temor irracional… Algo había ocurrido aquí, algo que había cambiado sus mentes y que no les dejaba ver que las mujeres no teníamos la culpa de lo que sea que hubiese pasado, que no hacíamos daño alguno, que no merecíamos morir.
Logré volver a la realidad y más allá, entre la multitud, vi a Lizbeth mirando al frente. A su lado estaba su padre, un Caballero de la iglesia que no le quitaba el ojo de encima. Pese a sus convicciones, sé que ella quería llorar, lo veía en sus manos tiritonas, aunque ante la mirada del público permanecía firme sin desbordar ninguna lágrima. Era una chiquilla sensible, muy diferente de mí. Y aunque le afectaba lo que ocurría, en el fondo, para ella no era una tragedia.
Lizbeth y yo nos habíamos conocido hace dos años, cuando ella estaba por cumplir sus catorce años, en aquella misma plaza mientras veía a su hermana mayor arder. No había conocido a su madre, pues luego de darla a luz esta había corrido al mar para no volver jamás. En la isla, su padre había esparcido la idea de que la magia oscura la había consumido, que había intentado ahogar a Lizbeth al nacer, como sacrificio, y que él la había rescatado. No hay otra historia, pero sé que ella se entregó al mar, que se suicidó al saber que había dado a luz a una nueva niña que sólo vendría a morir. Quizá, si la historia de aquel hombre era cierta, había intentado ahogar a Lizbeth para que no sufriera, para que no creciera en una isla en donde su ceniza era más anhelada que su ser.