Niebla De Fuego

ISABEL

Isabel había nacido y sido criada en la Isla. Desde pequeña, había visto la Isla como un lugar gris, lluvioso y lleno de barro.

Su madre, acusada de brujería cuando ella no tenía más que dos años, había sido perseguida por el bosque hasta haber llegado a un risco, desde donde cayó hacia el mar furioso y nunca más fue encontrada. Las olas le habían atrapado, cubierto el cuerpo y arrastrado hacia las profundidades. En ese entonces, la Iglesia se mostró furiosa por no haber podido encontrar sus restos entre los roqueríos o flotando en el mar para quemarlos como dictaban las santas escrituras. Los Caballeros habían fallado.

Lo único que le quedó de su madre fue una cadenita de hierro que había encontrado años después entre los muebles de la cocina. En el pueblo, decían que servía para alejar el mal. Pensó, en ese entonces, que si la cadenita estaba ahí era porque su madre se la había quitado y, al final, no la había podido proteger. Esperaba que a ella sí, por lo que desde que la encontró y se la puso, nunca más se la quitó.

Durante el resto de su niñez y adolescencia, Isabel fue criada por su padre y abuelo, viudo hace más de cuatro décadas, y de cuyo matrimonio habían nacido sus dos tías y su padre, aunque sólo este último permanecía con vida. Su mayor entretención era esperar a la noche, cuando terminaba los deberes y podía retirarse a sus aposentos, para acercarse a la ventana cubierta de nylon y despegarlo sólo un poquito. Así, cuando no llovía y la niebla no era tan intensa, podía ver la luna y algunas estrellas.

A sus veinticinco años, Isabel permanecía sin marido y sin hijos, lo que parecía preocupar a su padre, pues temía que el destino maternal de su hija se estuviese viendo truncado por la magia oscura. Le enfurecía no tener nietos aún, así que un día, decidió salir a las calles a buscar un hombre de bien que se casase con su hija para que ésta le diera nietos. Se negaba a creer que su hija, sangre de su sangre, podría estar guardándose para el diablo y concebir sus hijos hechos de oscuridad. Antes prefería verla muerta.

Cerca de la cantina, encontró a un hombre de unos cuarenta años, solo, que parecía no estar tan ebrio. Le habló de su hija un par de minutos, y el tosco sujeto decidió que quería conocerla. Lo llevó a su casa, le presentó a su hija y al cabo de unas horas, mientras compartían la once, decidieron que lo mejor para ambos era que se casaran.

Isabel se encontraba consumida por la ansiedad y el miedo. ¿Qué sabía de ese hombre, aparte de su nombre? ¿A qué se dedicaba? ¿Era un hombre bueno? ¿Qué esperaba de ella?

Esa noche, mientras trataba de ver las estrellas, fue la más tormentosa de todas. Su mente agobiada no la dejó pegar ojo, y la incertidumbre la acompañó hasta que el sol comenzó a salir, indicándole el inicio del día y sus labores. Ese día quizá iría al mercado, ya que faltaban algunas especias para la comida.

Durante la mañana, cuando el padre de Isabel no se encontraba en su hogar y ella estaba sola realizando los quehaceres diarios, tocaron la puerta. Al abrir, era quien se había convertido en su prometido la noche anterior. A sus ojos, era un hombre robusto, quizá un poquito mayor… que no le daba buena pinta para nada.

El hombre se acercó a ella, entusiasta, diciéndole que no quería esperar al matrimonio y que quería consumar su relación en ese instante. Isabel quedó de piedra. Jamás había besado ni tocado a un hombre, tampoco la habían tocado a ella… por lo que se separó de inmediato y le dijo que no, que prefería esperar, que quería que ese momento fuese especial y para ello debían conocerse primero.

Cuando se volvió hacia el interior de la casa, lista para ir al comedor y recoger un chaleco de hilo negro e invitarle a dar un paseo, el sujeto la agarró del pelo por la espalda, la sacó a rastras de la casa y ante los transeúntes gritó que era una mujer maldita, que se negaba al acto carnal con un hombre porque alababa al diablo.

La gente, en su mayoría hombres, le gritaron improperios y la escupieron. Las mujeres y niñas ahí presentes guardaron distancia, pues no podían acercarse y contaminarse con la supuesta magia oscura de Isabel. Era un peligro que debía ser eliminado a la brevedad.

En un par de segundos llegaron los Caballeros de la Iglesia.

Así, Isabel fue llevada a la plaza y hoguera, donde sus ropas se quemaron al igual que su carne, quedando su alma suspendida en un infinito grito de piedad no escuchado.

Antes de cerrar los ojos por última vez, entre la multitud, vio a una mujer rodeada de niebla, de fortaleza, con la mandíbula apretada mientras le veía morir… y oró su última plegaria en favor de ella. Que Dios la protegiese y le diese la fortaleza para salir de ese lugar, porque la cadenita de su madre, una vez más, no había servido.




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