Al llegar a casa, los miles de escenarios y palabras que imaginé durante todo el camino no sirvieron de nada. Al abrir la puerta, estaba Hanna esperándome.
—¿Dónde estabas? ¿Sabes qué hora es? —el enojo era evidente en su voz.
No pude contestar. No había justificación para mi ausencia.
—¿Sabes lo preocupada que estaba? —un temblor surgió de sus labios.
Lloró como nunca la había visto. Lo único que pude hacer fue abrazarla, esperando servir de algo.
—No te vuelvas a ir así, no nos dejes así —decía contra mi hombro.
Le di unas leves palmadas en la espalda. Solo asentí. La lastimé. Estuve a punto de hacer todo esto para irme de nuevo. No podía hacer eso. Lo intentaría de nuevo. Sin embargo, no pude prometerle lo que me pidió. Ya no podía seguir haciendo promesas vacías.
Por unos meses, las cosas estuvieron bien. Puse más de mi parte, intentando ser buen padre, buen esposo. Pero no fue suficiente.
Esa noche la recuerdo aún vívidamente, como si hubiera sido ayer.
Estaba recostado en la cama, a punto de dormir, cuando Hanna se acercó con unos documentos.
—Quiero el divorcio. Y no es una pregunta —dijo.
—No lo hagas —respondí con desesperación—. Lo intentaré más.
—¡No quiero que lo intentes! ¡No me amas de la forma que quiero!
Intenté acercarme.
—Por favor, Han...
—¿Quién es Hinata? —dijo, interrumpiéndome.
Me detuve en seco al escuchar su nombre. Sentí una opresión en el pecho que me hizo dudar. Quería responder, pero de mi boca no salía palabra.
¿Cómo le diría quién era?
No podía hacerlo. Además... ¿cómo lo supo? ¿Desde cuándo lo sabía?
—¿De dónde sacaste ese nombre? —pregunté.
—¿De verdad eso es lo que te importa en este momento? —cuestionó—. Lo susurras cada noche en sueños. ¿Quién es?
No podía contestar. La pregunta resonaba en mi mente, pero la respuesta no lograba formularse. Al mirarla, en sus ojos solo había dolor. Estaba intentando no llorar.
—Lo siento —fue todo lo que pude decir.
Ella salió de la habitación sin decir nada más. No había nada que pudiera hacer por ella más que firmar los papeles.
La custodia de Nikté la tendría yo. Ella no estaba bien. Necesitaba tiempo para sanar el dolor que le causé. Sin embargo, no la abandoné. Sin falta, iba todos los fines de semana por nuestra hija.
Por la custodia no podía salir de la ciudad. Además, su vida estaba aquí.
"Espérame un poco más..."
Lo pedía cada inicio de primavera, como si mis anhelos pudieran alcanzarlo.
El anhelo no duró tanto. Una tarde, de la nada, olvidé su nombre. No podía recordarlo. Mi mente comenzaba a nublarse.
"No quiero olvidarlo."
Comencé a dibujarlo, a pintar retratos de él. No quería olvidarlo. Quería recordarlo tal y como era.
Me encontraba terminando un cuadro cuando Nikté entró en mi despacho sin tocar.
—¿Quién es él? ¿Por qué tiene las orejas tan extrañas? —dijo, señalando el cuadro.
Tal vez debería contarle. Al menos así, si llegaba a olvidarlo, alguien lo recordaría.
—Vamos a la cama. Te contaré su historia —le dije, tomándola de la mano.
Desde esa noche, se convirtió en nuestro pequeño ritual. Cada noche le contaba una de mis aventuras con él, omitiendo que era conmigo con quien las vivía.
Ella quedó fascinada con las historias. Comenzó a buscar por su cuenta más leyendas o anécdotas de gente mayor.
Hanna no se opuso a su nuevo hobbie. Entendió que era una parte importante para mí. Por eso decidí compartirlo con Nikté.
El tiempo pasó sin saber en qué momento mi pequeña estaba a punto de iniciar la universidad. Estábamos almorzando cuando decidió darme una sorpresa.
—Quiero estudiar antropología —dijo.
No contesté. No creí que contarle mis experiencias tuviera ese tipo de impacto en ella.
—¿Es lo que quieres? ¿O lo haces por mí? —tenía que asegurarme.
—No, papá. Lo hago por mí. Sí, mi fascinación empezó por ti, y te estoy agradecida. Pero quiero conocer más, explorar más. Es lo que quiero hacer —tomó mi mano.
—Tienes todo mi apoyo, pequeña —dije, abrazándola.
Los años no habían sido delicados conmigo. Mi cuerpo comenzaba a pesar. Justo cuando entró a la universidad, sufrí un colapso mental. Olvidé dónde estaba y por qué estaba ahí.
La visita al doctor fue realmente inquietante. Fueron días de exámenes, medicinas, radiografías… hasta que el diagnóstico llegó:
Demencia vascular.
Al parecer, trabajar tanto hizo que mi presión estuviera alta durante años, probablemente hasta llegar a este punto.
Después de años sin cuidado, era mejor quedarme internado. Si no, podía sufrir consecuencias graves. Tenía prohibidas ciertas actividades físicas, algunos alimentos. Ni siquiera pude asistir a la graduación de mi hija.
Sin embargo, esa noche llegó con su vestido y su diploma, abrazándome y agradeciendo todo lo que hice por ella. Fue uno de los días que más anhelo. Los doctores pusieron música y me dejaron bailar con ella.
No tardó en buscar trabajo y salir de viaje. Lamentablemente, fue al mismo tiempo que me informaron que la presión comenzaba a dañar algunos órganos vitales. Lo cual indicaba que no quedaba mucho tiempo para mí.
Creí que todo estaba perdido. Tal vez eso era todo lo que me tocaba vivir.
Mi niña me hablaba todos los días, sin falta, para saber cómo estaba. Ella era mis ojos en el mundo. Me contaba lo que descubría. Podía pasar horas escuchándola.
Dos años después, ingresó a mi habitación del hospital, sosteniendo un pequeño bebé.
—Lo siento, papá. No sabía cómo decirte —dijo, tomando mi mano.
Estaba llorando, y por el temblor de su mano, sabía que estaba aterrada.
Al parecer, el papá no quiso hacerse cargo. Ella tampoco tuvo el corazón para abandonarlo.
—Todo está bien. Estaré contigo —fue lo único que pude decirle.
Salí del hospital y me mudé con ella. Después de todo, no había nada más que los doctores pudieran hacer por mí.