Capítulo II
“Noche lluviosa“
Narra la autora
Las cortinas revolotean junto a la fuerte brisa; bailan al son de los rugidos del cielo. No parecía tan gris como el alma de la reina, quien tirada en la cama, solo piensa en qué, desgraciadamente, por mucho que lo intentemos y evitemos, seguimos viviendo sobre las tierras dónde las peores crueldades del mundo fueron cometidas.
Nosotros no lo hicimos, pero descendemos de los que sí lo hicieron y, este es nuestro castigo: sufrir. Sufrir ese dolor que causa el que te quiten lo que más amas en este mundo de mierda. ¡Y sí! ¡Se tenía que decir!
Toc, toc...
— Sumajestad —irrumpe, el mayordomo, haciendo una reverencia—, ¿desea despedir a todos los invitados?
Ella perdida en sus pensamientos, deja a la pregunta flotar en el aire. Un silencio predomina en la habitación. La reina, sentada en la esquina derecha de su cama, limpia sus lágrimas, una vez más.
Dobla la carta con mucho cuidado; la huele una última vez y, abriendo un pequeño cofre de oro, la coloca en su interior y lo cierra con un diminuto candado.
Se incorpora. Da media vuelta en su eje y deja ver, a los ojos del mayordomo, su semblante serio al pasar de largo hasta una de las gavetas cerca de la cuna de la princesa.
Luego de cerrarla con el cofre dentro, volteó al hombre de traje y lazo que la mira enmudecido, sin saber qué decir, solo a esperas de su orden.
— No —finalmente contesta.
El hombre de cabellos bañados en gel, estirados hasta su occipucio. Muy amigo de la familia Hoo. Queda atónito al escuchar el tono de voz con que fue empleada la respuesta de su admirada reina.
— La fiesta continúa —reanuda.
— Pero…
— ¿Me puedes decir la hora, Yosu? —se adelanta antes de dejarlo hablar.
— Son las veintiuna horas con veinte minutos, majestad.
La trigueña esboza una sonrisa, rozando con la punta de sus dedos el barandal suelto de la cuna.
— Perfecto —relaja sus hombros, liberando aire de sus pulmones—. Debemos bajar.
Deja que sus piernas la guíen hacia la puerta sin percatarse. Se detiene y, sin mirarlo, agrega.
— Limpia esas lágrimas —el hombre, sudando, se precipita a pasar sus dedos, cubiertos por guantes blancos, por el borde de sus ojos—. No podemos dejar que la felicidad de la princesa se vea interceptada por nuestro dolor.
Y dicho esto, cruza las grandes puertas, los pasillos extensos, las escaleras de alfombra roja y llega al salón real.
Da órdenes de seguir con alegría el cumpleaños de su hija y en no menos de dos minutos, se escuchan las teclas de un piano que producen las dulces notas de una pieza hermosa. Unas partituras que parecen ser creadas para esta noche en especial, que fluyen en el río que rodea tu corazón.
La reina desolada, hecha pedazos por dentro, logra mostrar fortaleza por fuera. Y obedeciendo sus órdenes, la fiesta continúo su curso.
Los invitados consternados con la situación, sin saber cómo actuar o qué hacer, tratan de no mirar a los ojos a la reina que camina entre ellos; con su vestido negro de escote y encaje en la cintura, de la cual parte una larga falda hasta el suelo.
Así, cuáles tristes hojas de marzo ves volar si te asomas por la ventana; si volteas tu mirada hacia Liè, puedes ver cuán triste está su espíritu.
El mecedor de la princesa no está muy lejos del trono. Cerca de ella se encuentra la nana Chloe. Al ver a la reina acercarse, se aparta con media sonrisa en su rostro; dejando la maraquita color rosa en las manitas de la bebé.
— Papá —pronuncia chupando la maraquita, Mitsuki, sonriendo— Papá.
Lo intenta, intenta no caer al suelo de rodillas y romper en llanto la tensión de la sala; pero falla. No logra mantenerse en pie y con cada lágrima que se desliza por su mejilla, una vela interna se apaga.
La niña solo observa con detenimiento a su figura materna. Se fija en sus ojos cafés y cristalinos, más dolidos que cuando el amor chocó con la espina de una rosa y quedó ciego por completo.
Matilde, una señora empleada de la cocina y baja de estatura, agarra a la reina por debajo de sus brazos. Ayudando a que se levante.
— Piense en ella, majestad. Solo ella —aconseja en voz baja, acomodando los cabellos de Lié en la trenza de cuatro dobles.
Sigue acción, y se recompone en silencio, cargando a la niña que, cierra fuerte sus ojitos. Restregando sus mejillas en el hombro de su madre.
El cosquilleo que siente en su corazón, la hace querer la presencia de su padre. Y al no verlo a su alrededor, empieza a llamarlo; esperando a que llegara su héroe al rescate.
— Estoy segura que tú padre lo hizo por amor a tí —susurra en su oído—. Nunca lo olvides mi amor. Nunca lo olvides....
— Cantemos el feliz cumpleaños —se acerca Minshee, por detrás de su hermana—. ¿Matilde?
— Todo preparado, señorita —se inclina hacia adelante, la señora de baja estatura, en una reverencia.
Rápido y juntos, como hormiguitas en su labor diaria, todos se ubicaron en su lugar. La princesa detrás de la tarta, su madre a su lado, y su tía y pequeña primita a su otro lado.
— Feliz cumpleaños a ti —festejan todos al unísono, entre aplausos y risas—. Feliz cumpleaños a ti. Feliz cumpleaños, Mitsuki. Feliz cumpleaños a tiiii.
Las babas que, salían sin control de su diminuta boquita, fueron las que apagaron la llama de la vela. Su lengüita lame una y otra vez sus labios y aunque luce un tanto triste; está como castañuelas, siendo la armonía de esta sala real.
Todos, a pesar de amarla y respetarla como princesa, sienten un poco de lástima por ella y sus miradas no son buenas en ocultar sentimientos. Sobre todo, para una reina con habilidades de entender lo que sientes y piensas con tan solo escrutar tus acciones.
— Os prohíbo mirarla así —dictamina la trigueña de corona dorada—. Si van a ser tan compungido, con el debido respeto que os merecéis, mejor volteen la vista o abandonen la sala.
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Editado: 21.06.2025