La noche se cernió sobre el hombre al salir del entramado de apartamentos, quedándose en la puerta de entrada y salida en lo que veía la bolsa que aún reposaba en su mano.
Una negativa casi sutil lo llevó a replantearse qué haría con eso, si al final de cuentas, no le devolvió lo que se suponía, le pertenecía, no obstante, sentía que había una clase de protección en la decisión que tomó, seguro de que no ansiaba pasar como un ladronzuelo con el que la mujer se topó, horas atrás.
No era que el señor Don Juan hacía esas cosas todo el tiempo, sin embargo, entendía que su necesidad era demasiada y la salud de su hija era el motivo por el cual se enfrascó en ese accionar.
Suspiró, hundiendo los hombros al hacer unas últimas vueltas que le dejaron la ropa y el cuerpo limpio, puesto que la pareja que subió en su última parada, tenía cosas pendientes para arreglar y terminar en el edificio viejo donde los dejó.
No tuvo que dar muchas vueltas para llegar a casa, por lo que expulsó el aire en agradecimiento al detener el móvil en la entrada, cayendo en cuenta que debió haberlo guardado en el estacionamiento que como conductores tenían; pensó en regresar, hasta que escribió que seguía en turno nocturno e iba a compensar la falta pagando la multa que eso conllevaba con el dinero que la desconocida le había dado.
Por un segundo se rió, bufando por las preocupaciones de los ricos en cuanto al cuerpo y el dinero, lo que le parecía demasiado surreal por el modo en que afirmó que podría hacer más dinero.
Al menos ella tenía ese privilegio, en su caso, se hallaba en una desventaja que le ayudó a surtir, de alguno y otro modo.
El joven dejó el lado del piloto, cerrando con seguro al llevar esa bolsa hasta el tercer piso, colgando de su mano en lo que los tramos indicaban que había llegado, y la puerta del pequeño apartamento al lado del suyo, se abría para mostrar a la joven que casi siempre lo esperaba.
—Sigue despierta—musitó, al agradecerle sin hablar, moviendo el pomo para entrar a la casa, camino a la habitación de la chiquilla malcriada que cuidaba.
—Pensé que te habías casado con la calle y se habían ido de luna de miel en un tren—refunfuñó, de frente, mirando a la televisión donde podía verlo, aunque no lo miraba a la cara.
—Tu tío Juan tuvo problemas y tuve que hacerme cargo—se sentó en una esquina al removerle la sábana, además de hacer que encogiera los pies—. Lamento no haber llegado antes.
—Son más de las tres—expuso, molesta al quererlo lesos de ella—. Y hueles a productos de mujer.
—Una bella dama socorrió a un moribundo lleno de vómito; dale crédito, mocosa—la chiquilla rió, acoplada a las cosquillas que le hizo en lo que le dio la vuelta, echando sus mechones tras su oreja—. Eres mi responsabilidad, y aunque llegue tarde, voy a estar para cuidarte—indicó, fijando sus ojos en ella—. Descansa.
—No quiero que duermas en el sofá—Él le restó importancia en cuanto tocó el marco con sus dedos en un melodía a la que ella se acogió, cerrando para descansar en el mueble viejo y desgastado que siempre esperaba por él.
Pensó en tomarse una cerveza, pero sabía que no tenía nada en la nevera para tomar, por lo que se quitó los zapatos al sentir alivio en sus pies, tomando la manta que se echó encima.
Se inclinó a un lado en la búsqueda del sueño, no obstante, veló la noche entera sin razón, con el sueño haciéndose presente a horas de la mañana, mientras fría uno de los huevos que le preparaba a su hija.
—Buenos días—la vio de reojo, atento al bufido por las ojeras que le notó—. Te dije que durmieras conmigo.
—¿Ya estás lista? Pásame la lonchera—ignoró, tomando el objeto sucio que no podía lavar en ese momento, contando los minutos que le quedaban para llevarla al colegio—. Dormir allá o aquí, es lo mismo—rebuscó, preso de la mirada inquisitiva a la que se había enfrentado en el vistazo.
—Eso no lo sabes, soy la diosa del sueño—una lechuga voló en su dirección al oír su grito, indignada—. ¡Papá!
—La lonchera está sucia, no te voy a echar el desayuno en una funda, así que decide: comes aquí o te doy un par de dólares.
—Prefiero el par de dólares—musitó, bajito al estar cabizbaja.
—Muy bien, siéntate en la mesa—la jovencita lo observó, incrédula y boquiabierta en lo que él le señalaba moverse a la mesa, para cruzar e ir a llenar el plato donde quería degustar el buen desayuno.
—Pero yo dije...—Enarcó la ceja, mientras sostenía el mango de la sartén y el cucharón, con el gruñido de la presente al elegir su plato de Cenicienta, mismo que la había costado unos diez dólares que ese día no tenía.
El punto era que si hacía una apuesta con la presente, debía de cumplirle al pie de la letra.
—Espero que disfrutes el desayuno, preciosa—besó su cabeza en la queja por querer alejarlo, sentado en frente luego de llevarle el cubierto.
—Eso fue trampa y chantaje.
—Tú elegiste el par de dólares; esto cuesta un par de dólares—acotó.
—El huevo solo cuesta centavos—refutó.
—Y el cartón, que ya se está acabando, cuesta un par de dólares—reviró.
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Editado: 19.11.2024