Evia avanzó, tomando espacio en el borde al encontrar las llamadas perdidas, siendo ese instante el que usaba para ver en serio todo lo que ignoró.
Negó, poniendo el móvil en silencio al no darle el gusto de arruinar su noche, quedando de pie en cuanto cerró el cajón.
—Vamos—enunció, rodeando su cintura al detenerla.
—¿Segura?—Lo vio, fija.
—Sí—afirmó, saliendo en cuanto pasó la palma bajo su espalda, llegando un poco más abajo en un segundo al morder su labio por la forma en que lo descubrió.
Le dio un manotazo e hizo que subiera desde allí hasta su espalda, conducidos al compás hasta el área, detenidos en el umbral.
Isabela sonrió, haciendo un gesto de victoria por lo fascinante que ambos se veían, feliz y encantada al llevarlos a la mesa.
La mujer observó la sala, reservada sólo para ellos, hallando el ambiente cálido y relajante, además de que predominaba una estructura de madera.
Su esposo la acercó a la mesa, echando la silla hacia atrás para tomar asiento, besando luego su cabeza.
Las palmas en sus hombros le hicieron sentir escalofríos, demasiado expuesta para el frío que podría experimentar en la noche, cosa que su hombre notó, regulando la temperatura.
Descansó en la silla en frente, obteniendo un vistazo que la hizo sonreír en lo que destapó el pequeño recipiente frente a ella, leyendo la frase que colgaba del pequeño dulce.
—¿Qué dice?—Las mejillas se le encendieron, pasando hasta el fondo la saliva al verlo despacio.
—Que lo pruebes y me desees, que te guste y lo disfrutes; que recuerdes lo que tienes y todo mi cuerpo te sepa dulce—Davon rió, inclinada para darle de comer lo que tenía, removida un segundo al captar la forma en que probó sus dedos, terminando de llevarse el cubo.
A su hombre le supo a miel lo que probó, derretido en su paladar el material en lo que movió la cubierta del platillo, viendo el pequeño bizcocho lleno de suspiro blanco, listo para ser probado.
—¿No tiene nada?—Indagó, negando al acercarse, tomando el postre en sus manos para dárselo.
—¿Qué sucede?—Preguntó, al verla con la boca cerrada.
—¿No he comido muchos dulces hoy?—Pasó el líquido, enderezado al poner el objeto en el plato.
—Algo más te preocupa—expuso, poniendo la silla a su nivel, cerca suyo.
—Engordar—hizo un puchero, llenando de su risa el ambiente al recibir un manotazo por la burla—. Mi amor.
—Abre la boca—instó, encantado.
—No—le sacó la lengua.
—Ah—Evia repitió el sonido, dando un mordisco al pastel al instante, sintiendo lo delicioso de la masa, dando un saltito en la silla—. ¿Ves? Eso quería.
—¡Está delicioso!—Elevó, lamiendo su labio por la crema pastelera que tenía, queriendo más.
—Voy a pedir otros—negó, tragando el nuevo trozo al mascar despacio, sin querer llevar al fondo lo que sintió.
—Espera—sacó el material de su boca, extrañada al encontrar que allí estaba la nota—. Si me lo hubiera tragado...
—Lo habría leído desde el sanitario—la respuesta le hizo sentir avergonzada, disfrutando el modo en que eso lo divertía a la vez que se preparaba para leer.
—Si te tomo como esposo, mis ojos no verán a otro—lo observó—. Si te haces parte de mi vida, sé que no tendré salida, pero aprecio esta cárcel, porque escojo que me ames y creo que al enamorarme, podré volver a la vida—terminó, captando la revolución en su estómago, fija en la pequeña cajita que adornaba el centro de mesa.
La sostuvo, abriendo la caja de la que sacó un anillo de plata, poniéndolo en su dedo.
—Te elijo—murmuró, segura—. Haré mi vida contigo, aunque sea difícil o algo se complique, te elijo; elijo conocerte, descubrir quien eres y hacer que quererte, se vuelva enamorarme y de ahí, llegar a amarte—auguró—. Desde ahora te digo, Davon Santiago, no me arrepiento de casarme contigo.
—Eso lo veremos en unos días, cuando estemos viviendo juntos—rodó los ojos al reír, entregándole la carta para que pidiera en lo que el mesero se acercó.
Los dos ordenaron platillos diferentes, conversando mientras el tiempo los retuvo, detenidos en ese plano que traía preguntas y respuestas de la que cada uno se empapó.
Su hombre no tardó en ayudarla con la carne cuando no pudo cortarla, aunque la verdad era que había fingido para ver qué hacía, encontrando disposición a pesar de que le siguió la corriente y en una de esas, por estar bromeándole, parte de la tela de los brazos de su camisa se manchó.
Ni siquiera le dio importancia, pero ella sí, por lo que pidió lo más inusual del mundo a uno de los chicos que le atendían, con uno de ellos llevándole polvo para dejarlo en el área manchada.
La recorrió con la mirada en cada mover, regresando a darle los trozos que había sacado, a la vez que notaba cómo llenaba su estómago, despreocupada.
Se recostó en la silla, cansada y exhausta al tiempo que alzó las piernas sobre los muslos de su compañero, masajeando sus plantas al haber pasado tanto con los tacones puestos.
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Editado: 19.11.2024