—Mi amor—llamó, inspirando el olor en la sala, conducido despacio hasta el sitio donde la encontró.
Parecía más concentrada en seguir al pie de la letra una receta, tomando asiento en el taburete.
—Preciosa—giró a verlo, sonriendo mientras salteaba unas cebollas, limpiando sus dedos en lo que fruncía el ceño al ver la argolla en el fondo.
—¿No vendrá Isabel?—Davon observó de nuevo el teléfono, negando al no hallar señales de su hija, ni de su vecina, a quienes quiso regañar.
—Ya veo que también estás enojada con ella—su castaña rió, yendo por su beso en el instante, para luego volver a freír los huevos.
—Es que le estoy haciendo algo de comer, no vaya a ser que venga de mal humor—enunció—. Aunque tampoco me gustaría que lo dejara, después del esfuerzo.
—Yo te hago el favor y me lo como—indicó, tomando un pedazo de las zanahorias.
—Qué considerado—vio al frente, deleitado en su figura tan pronto pasó la saliva, sin haberse dado cuenta que esa imagen podía causarle más de una sensación en sí.
Carraspeó, mirando a otro lado, pero no pudo evitar barrerla de nuevo con la mirada, dejándola sumida en la labor e ignorando el objeto que parecía llamar su atención.
—Entonces—lo vio de reojo—, ¿el mal humor femenino se atribuye al hambre?—Comió otra rodaja de las zanahorias, recibiendo el amago de un manotazo, al igual que una mirada de advertencia.
—Ya comiste, no seas egoísta—refunfuñó—. Y sí, de vez en cuando nos pasa eso—estiró las cejas, oyéndola reír por lo dicho—. En realidad, todo el tiempo—confesó, alzando las comisuras.
—¿Y tú qué quieres comer ahora?–Su esposa negó, calmada.
Con un suspiro, Davon parpadeó, volviendo la vista al objeto.
—¿Qué sucede, corazón?—Evia notó su cambio, apagando la estufa para prestarle atención.
El apodo le sorprendió, notando un calentón en su pecho al verla llegar, rodeando su cintura.
—Te pasa algo—descubrió, bajo sus ojos.
—Es que no...—sacudió la cabeza—. Vi el anillo—exhaló, con sus manos en los antebrazos, mientras lo procesaba—. No debí haber dicho nada, lo siento.
—No—mantuvo la vista sobre ella—. Tenemos que comunicarnos, ¿de acuerdo?—Tomó una inspiración, dirigidos hacia el mueble donde lo dejó caer, recostada encima para verlo.
—¿Y? ¿Cuál es la razón?—Acarició su pecho, besando su palma luego de que la peinó.
—Después que limpié la habitación, dejé de sentirme cómoda con él—admitió, bajo el nudo en su garganta—. Como era el anillo de Ron, decidí que no quiero llevarlo–expuso, viéndola de lleno—. Él lo eligió y aunque me hace buena apariencia, no es mejor que el que Isabela escogió por ti—le enseñó, feliz.
—Podría comprarte uno que se parezca a ti—propuso, atento.
—¿Y qué se parece a mí?—Indagó, elevada a su ritmo al tenerlo cerca.
—Algo delicado, hecho de flores, en oro blanco, con algunas pequeñas piedras rodeándolo en color rosa claro—detalló—. Y te lo voy a conseguir, mi amor, ¿y lo mejor? Usaré mi dinero—la hizo reír, embobada, bajo las risas en la búsqueda de su beso, correspondiendo al hecho.
Davon la jaló, acomodada, en lo que quitó ese delantal que aún cargaba, fundidos el uno con el otro, dejando la prendas contra el suelo al enredar su pierna alrededor de su cintura.
Su esposa lo atrajo, deseosa, luego de haberlo contemplado bajo la adrenalina que les generaba el instante, dejándose llevar sin que nada se interpusiera entre ambos.
Jadeó, aunada a sus labios en cuanto lo dejó llevar el ritmo, perdida durante esos minutos, alzando los brazos.
Davon retuvo su agarre, apretando sus dedos al sentir el roce de la argolla, para luego dejar que sus uñas rasguñaran su espalda y cada éxtasis de su esposa, se apoderara de él.
Sus besos lo mantuvieron en la realidad, enredados luego de terminar, centrado en cómo la sentía en ese espacio, girando para que ambos quedaran de lado.
—Dime algo—lo miró, detenida.
—Te amo—su rostro de sorpresa casi le hizo volver a tragar sus palabras, pensando que no había sido buena idea decirlo tan pronto—. Hasta donde has podido enseñarme—movió las yemas en su pecho—. Y creo que te voy a amar en cada paso que demos.
—Evia, no quiero que lo digas por esto—ella negó, tranquila—. No te sientas comprometida.
—Parece que a ti te asusta más que a mí—pasó la saliva, recostando parte de su peso en su brazo.
—Es que no quiero que te sientas presionada, considerando que pasaste años en una relación con otro hombre—explicó.
—A él no le di nada—habló, sin que el sonido del teléfono los interrumpiera—. Solo me rompió el corazón, las esperanzas, me hizo una mujer que no era—declaró, pegando la cabeza de su músculo—. Y se acostó con otra mujer—pudo haber imaginado cualquier cosa salir de su boca, menos eso, lo que la hizo mojar su piel, abrazándola durante un tiempo, sin dejar de besar su cabeza.
La forma en que sus brazos la aliviaron no le pasó desapercibida.
Una calma arrolladora fue la señal que necesitaba para saberlo suyo, por completo; para saber que ese hombre iba a cuidarla como a nada y como a nadie, a pesar de cualquier cosa.
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Editado: 19.11.2024