—¿Cómo estás, mamá?—Evia dejó de comer, atragantada al oír esa palabra en cuanto la vio con sorpresa, teniendo a su padre al lado, fijo en la expresión de su esposa—. Es que me enteré que papá te hizo daño—la mano sobre la mesa, sostuvo la suya, mirándolo un segundo al pasar la comida.
Había pedido un bistec y una ensalada verde con otros tubérculos como extra, lo que fue bastante diferente a lo requerido por ambos familiares, quienes se fueron por algo más calórico a la hora de ordenar.
—Más o menos—al fin contestó, mirándola para después tomar agua, intentando acoplarse al instante.
Quería eso, sin embargo, no esperaba volver a oírla llamarla así, con tanta propiedad como lo hacía con su madre; no sé había acostumbrado aún a nada de eso, aunqud aceptaba que sí tenía una hija que dependía de ellos.
Por lo mismo, supo que él sostén de su marido le dejaba en claro la frase de que tenía que acostumbrarse; Isabela lo notaba todo, aunque no dijera nada, por eso mismo les daba su privacidad y no huía de Laura, ni quería estar en otro lugar, aún si la veía más como su amiga, que como una madre en sí.
—¿Y duele mucho? ¿Cómo es que baja la sangre por ahí?
—Isabel, esas no son preguntas—refunfuñó su padre, firme—. Para eso necesitas una ilustración, es muy largo todo el proceso.
—¿Y es mensual?—Asintió, comiendo—. ¿Y todas las veces te va a doler un poco más?
—Tu madre tiene endometriosis, así que es posible que sí—ambas lo vieron; una sin comprender lo que decía y la otra, más asombrada aún por esa palabra con la que la refirió.
Puso las palmas en los bordes del mantel, buscando sentir tanto como pudiera para no entrar en un shock o en todo caso, en un ataque.
Respiró, cerrando los ojos, intentando normalizar eso que la tenía flotando, aunque llena de ansiedad en el aire por todo lo que eso representaba.
—No me siento capaz—confesó, en voz alta, inspeccionada por su compañero.
Bajó de la silla, pasando el trago al irse lejos, con Isabela deteniendo a su padre de ir tras ella.
—Nunca se ha sentido tan querida—eso lo golpeó, hundiendo el entrecejo para darle tiempo, agradecida su esposa de que ellos la dejaran sola.
¿En qué se había metido? No podía preguntárselo tanto porque lo sabía; estaba tan consciente de eso, de su decisión, de haber elegido ese mundo, pero, ¿ella? ¿Ella podría darle un buen ejemplo a esa chiquilla? Su padre lo había hecho excepcional, mejor de lo que quizás cualquiera que de negó a que tuviera su custodia, pensó.
Por lo mismo, no le llegaba ni a los talones a Davon y ya ella le decía mamá como si no fueran todavía desconocidas.
Qué irónica podía ser la vida; lo que tanto quería, lo temía por no ser suficiente y a la misma vez, se sentía bien estarlo siendo en términos de pareja con su esposo.
Negó, sin comprender porqué no se sentía tanto como ser humano o madre para la jovencita a la que su hombre criaba con tanto amor.
Ella también podía, sin importar que no tuvo el cariño maternal necesario, porque alguien la estaba viendo, le estaba dando una oportunidad, solo que esa etiqueta le pesaba, le pesaba mucho más que poder accionar como lo que ella necesitaba.
Suspiró, limpiando su rostro y manos, de regreso a la mesa donde los dos hablaban, sentada ahí, viéndolos.
—Mami está bien, mamá es muy fuerte y pesado—comentó, subiendo los brazos, temblorosa—. Lo siento por mi reacción, es que yo... estuve sola casi toda mi vida; aún me abruma creer que los encontré.
—¿Y cómo a qué edad te puedo decir mamá?—Ella sonrió, emocional.
—Cuando seas adolescente y te enojes conmigo por cualquier cosa—Davon sonrió, notando el sonrojó en su chiquita—. ¿Hecho?
—Hecho, mamá—emitió, burlona al sostener su palma para el trato.
—No te adelantes—indicó, severa.
—Sí, mami Evia—eso la hizo reír, genuina, con la mano de su esposo sobre la suya, volviendo a comer y a compartir dudas y respuestas que a Isabela le llegaban.
Cruzar la puerta de su apartamento le hizo saber que estaba agotada.
Davon lo adivinó al poner las manos en sus hombros, palpando ese derrumbe de ánimos en lo que tocaba su rostro, atento a la joven que soltó un grito de alegría.
Eso la despabiló, elevando el rostro para notar la puerta nueva en su sitio, con ese color que desentonaba un poco por la pintura en la pared de la casa.
—Pensé en ponerle unas luces amarillas de esquina a esquina, arriba, para que eso baje la intensidad del desafinado visual—habló, antes que dijera nada—. Como de esas luces de Navidad, pero recargables.
—No me opongo, por el momento—exhaló, dejando las cosas en sus manos—. Me voy a dormir, no tengo hambre, solo quiero descansar—lo vio, dándole un beso al tocar sus hombros para despedirlo.
—Evia—lo observó, a la espera—, ¿te preparo un baño caliente?—Asintió, recibiendo su beso en la frente, al acomodar lo que llevaron, viendo a Isabela en la habitación.
—Hasta mañana—la vio despedirse de la chica en el umbral, pasando mientras su hija le mostraba lo que había hecho en el otro extremo de la puerta.
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Editado: 14.02.2025