No soy el Protagonista: Reino Enano

CAPITULO 2

Después de las palabras enigmáticas de aquella anciana, mi mente se convirtió en un torbellino de pensamientos que no me dejaban en paz. Una y otra vez trataba de encontrar una explicación lógica. ¿Cómo es posible que esa mujer supiera que yo era un Renacido? Cada palabra suya resonaba en mi cabeza como un eco interminable. Su mirada también me desconcertaba. A diferencia del resto de los habitantes, sus ojos no tenían aquel tono dorado que yo portaba, sino un color marrón claro, común y corriente. Mientras caminaba por las calles empedradas del pueblo, comencé a notar que, aunque las personas que me rodeaban tenían rasgos faciales y tonos de piel similares a los míos, ninguno compartía el color de mis ojos. Observé ojos oscuros, negros profundos, verdes y hasta algunos azules, pero ninguno brillaba como el mío, con aquel peculiar tono dorado que parecía ser el único rasgo que me diferenciaba del resto. ¿Podría ser ese el motivo por el cual la anciana me identificó tan fácilmente? ¿Sería mi mirada dorada la señal de que no pertenecía del todo a este mundo?

Siguió sin quedarme claro cómo ella sabía lo que yo era. ¿Acaso había más como yo por ahí, ocultos, viviendo entre la gente común? La idea no dejaba de atormentarme mientras seguía caminando por el pueblo, absorto en mis propios pensamientos. Mis pies me llevaron sin darme cuenta frente al edificio del gobierno, un imponente edificio de piedra que parecía dominar todo el paisaje. Fue ahí cuando sentí el peso de varias miradas sobre mí. Los soldados que vigilaban la entrada clavaron sus ojos en mi dirección. Tragué saliva, el aire se volvió denso de repente.

Los murmullos de unos niños que jugaban cerca me sacaron de mis pensamientos. “¿Ese no es el prófugo que están buscando los soldados del rey?” gritó uno de ellos, y todos corrieron hacia los guardias con una rapidez infantil que me hizo estremecer. Giré la cabeza instintivamente hacia los soldados y vi cómo uno de ellos, que estaba agachado junto a los niños, se levantaba despacio. Sacó un pergamino de su bolsillo y lo desplegó con calma. Sus ojos recorrían el papel y luego se alzaron para encontrarse con los míos. El miedo recorrió mi cuerpo de inmediato cuando su áspera y autoritaria voz resonó por todo el lugar. “¡No te muevas! ¡Estás detenido!”

El pánico me golpeó como un mazazo en el pecho, y sin pensarlo dos veces, mis piernas se movieron por sí solas. Comencé a correr, mis pasos retumbando contra el suelo. El sonido de una flecha cortando el aire fue seguido por un dolor punzante en mi hombro derecho. Grité, apenas un susurro ahogado por el miedo, cuando la flecha me rozó, abriendo una herida que comenzó a sangrar de inmediato. El ardor y el escozor me sacaron de mi aturdimiento, confirmando que todo lo que estaba viviendo era real. Esto no era un sueño, ni una alucinación. El miedo y el dolor eran tangibles.

Mis pies volaban por las calles del pueblo, esquivando las esquinas, saltando sobre piedras y zanjas, mientras los gritos de los guardias se volvían cada vez más lejanos. “¡Detente! ¡No puedes escapar!” Pero yo no pensaba detenerme. Cada paso que daba era impulsado por el instinto de supervivencia. La adrenalina corría por mis venas como fuego líquido, impulsándome hacia adelante. Después de lo que parecieron horas de persecución, el ruido metálico de las armaduras y los gritos furiosos de los guardias comenzaron a desvanecerse. Mi carrera me llevó hasta las afueras del pueblo, donde un espeso bosque de árboles altísimos se erguía como un muro natural. El follaje bloqueaba casi toda la luz, envolviendo todo en una penumbra inquietante.

Me adentré en el bosque, sintiendo cómo el suelo se volvía más húmedo bajo mis pies. Después de un rato, encontré una pequeña cueva formada por la disposición azarosa de grandes rocas. No lo pensé dos veces y me escondí en su interior, buscando refugio. Me dejé caer al suelo, agotado, con la respiración agitada. Mi pecho subía y bajaba a un ritmo frenético, como si mis pulmones fueran a explotar. El dolor en mis piernas era insoportable, punzadas de calambres recorrían mis músculos cansados después de correr sin descanso.

Pasaron varios minutos antes de que pudiera calmar mi respiración. El latido ensordecedor de mi corazón en los oídos se fue desacelerando poco a poco, y la adrenalina que me había impulsado comenzó a desvanecerse, dejándome tumbado sobre el suelo cubierto de pasto húmedo. El frío de la tierra comenzó a colarse por mi ropa, pero no me importaba. Al menos estaba a salvo… por ahora.

Después de lo que parecieron ser un par de horas, noté que el cielo, apenas visible entre las copas de los árboles, comenzaba a oscurecer. La noche se acercaba, y con ella, un manto de oscuridad envolvía el bosque. “Tengo que salir de aquí,” pensé. No tenía idea de qué criaturas habitaban este lugar ni si la cueva pertenecía a algún animal que pudiera regresar en cualquier momento. Justo cuando estaba a punto de levantarme, un agudo dolor en el estómago me recordó que no había comido en horas. El hambre me golpeó como un puñetazo en el abdomen. Además, el viento comenzaba a soplar con fuerza, trayendo consigo un frío que se colaba hasta mis huesos.

Nunca fui de los que disfrutaban ir de campamento en mi vida anterior. Ni siquiera había estado cerca de un grupo de boy scouts, así que no tenía la más mínima idea de cómo prender una fogata o encontrar algo de comida. Me sentía completamente desprotegido en este mundo desconocido, expuesto a cualquier amenaza. Lo único que pude hacer fue acurrucarme en el rincón más profundo de la cueva, intentando resguardarme del frío. Me abracé a mí mismo, tratando de conservar el poco calor que me quedaba. Mi única esperanza era que la noche pasara rápido y que, con la luz del día, pudiera encontrar alguna respuesta o solución. Claro, si es que los horrores de la noche me dejaban sobrevivir.




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