No soy el Protagonista: Reino Enano

CAPITULO EXTRA (0.5)

Año 258.

Las casas del pequeño poblado eran de madera vieja, tan gastada que crujía con cada brisa que la atravesaba. Sus techos, rudimentarios, estaban cubiertos por grandes hojas de árboles cercanos que intentaban, sin mucho éxito, impedir que el agua de la lluvia se filtrara. El pueblo, o más bien, este lugar olvidado por los dioses, apenas se mantenía en pie.

Se encontraba al sur de la capital del reino de Forestia, una tierra donde la lluvia no cesaba, cayendo con tal constancia que los días soleados eran casi un mito. Las calles, si es que podían llamarse así, estaban siempre cubiertas de una gruesa capa de lodo, un lodazal que devoraba los pies de cualquiera que intentara caminar. Los grandes charcos formados por la interminable lluvia eran auténticas trampas de fango, impidiendo que carretas, caballos o incluso mulas pudieran transitar con normalidad.

El lugar apenas contaba con diez casas desperdigadas, mal construidas y peor mantenidas, lo suficiente para albergar a las pocas almas que allí vivían. A pesar de su modesta existencia, el pueblo no era completamente libre. Estaba bajo las órdenes del hijo del temido Lord Gorr Doh. Este joven, que superaba en crueldad a su propio padre, ejercía un poder opresivo sobre los habitantes. Su mirada fría y calculadora lo delataba como un hombre sin piedad, alguien que disfrutaba del sufrimiento ajeno.

Cada semana, el hijo del lord descendía desde su mansión, siempre acompañado de un grupo de hombres toscos y brutales. Con una sonrisa sardónica en los labios, recorría cada casa exigiendo lo que él llamaba el "Pago de Vivienda". Según él, este pago era la cuota que los aldeanos debían entregar por el derecho a vivir en sus propias casas y trabajar la tierra que, según su retorcida lógica, le pertenecía.

Aquellos que no podían pagar, ya fuera por falta de recursos o por simple dignidad, eran arrastrados a las calles. El hijo del lord, con una expresión de placer retorcido, daba la orden con un gesto simple y sus hombres procedían a golpear a los desafortunados hasta que no quedaba fuerza en sus cuerpos para resistirse.

—No aprenden... —murmuraba, mientras observaba cómo los puños de sus hombres caían sobre los aldeanos, como si la brutalidad fuera parte de su entretenimiento diario—. Tal vez un poco de dolor los haga más obedientes la próxima vez.

El pueblo, situado en un rincón olvidado por los grandes señores del reino, era perfecto para las intenciones del joven noble. Nadie se preocupaba por este lugar, ni siquiera el propio Lord Gorr Doh. La lluvia interminable y la falta de sol hacían de los campos un terreno poco apto para el cultivo de alimentos, pero el hijo del lord había encontrado otro propósito para esas tierras.

En los sucios y empapados suelos de este lugar, cultivaba una planta extraña. Sus hojas, verdes y brillantes, eran tan llamativas como peligrosas. Los pocos que la conocían sabían de sus propiedades alucinógenas. Aquella droga, desconocida para la mayoría del reino, empezaba a volverse popular en las esquinas oscuras de las ciudades. El joven noble veía en ella una mina de oro, una forma de controlar a los más débiles y de obtener un poder que incluso su padre jamás habría imaginado.

Mientras los aldeanos sufrían, mientras sus cuerpos se hundían en el fango y sus almas se consumían en la desesperanza, el hijo del lord sonreía. Sabía que tenía algo que nadie más tenía. Sabía que, en las sombras, estaba construyendo un imperio.

En aquel miserable rincón del reino, los hijos de los aldeanos solo tenían tres caminos. Tres opciones, tan grises y desesperadas como el cielo perpetuamente nublado que cubría el pueblo.

La primera: seguir los pasos de sus padres, arar la tierra empapada, plantar papas o cualquier otro tubérculo que pudieran arrancarle a ese suelo de lodo. Las cosechas, en el mejor de los casos, rendirían unas pocas monedas, las cuales acabarían inevitablemente en manos del hijo del lord, quien con su sonrisa cruel exigía el pago, sin importar lo poco que hubiera para comer.

La segunda opción, igual de peligrosa, era escapar. Abandonar ese lugar olvidado y tratar de llegar a algún pueblo mejor, tal vez incluso a la capital del reino. Pero el viaje no era sencillo. El pueblo más cercano estaba a un día de camino, y sin una carreta o un caballo, el trayecto era aún más largo y peligroso. Los carroñeros, aquellos que robaban y mataban a los viajeros solitarios, acechaban los caminos, y muchos que intentaron la huida nunca llegaron a su destino. Su viaje terminaba en los bosques, sus cuerpos abandonados, devorados por los lobos o, peor aún, por los propios carroñeros.

La tercera opción, la más oscura de todas, era unirse a los llamados “cerdos”. Estos no eran campesinos comunes; eran aquellos que trabajaban para el hijo del lord, cultivando la misteriosa planta que crecía en el lodo del pueblo. El nombre de "cerdos" les venía por la forma en que vivían: siempre hundidos en el barro, cubiertos de fango de pies a cabeza, sin importar la hora o el clima. Sus vidas, manchadas de suciedad y humillación, eran un precio que algunos estaban dispuestos a pagar por algo de comida y protección.

Breza, el hijo de Pob, fue uno de los primeros jóvenes en aceptar este destino. Pob, un hombre que nunca logró escapar del pueblo, había vivido con cierta comodidad gracias a sus vacas y la venta de leche. Sin embargo, el destino de su hijo fue muy diferente.

A los 16 años, Breza ya se había ganado la confianza del capataz de Doh Jr., el hijo del lord, un hombre tan cruel como ambicioso. El capataz lo ascendió rápidamente, reconociendo en el joven aldeano una astucia que otros no tenían. Para esa edad, Breza se había convertido en un vendedor de lo que en todo el reino se conocía como “pasto rojo”, la droga alucinógena que empezaba a correr por los mercados oscuros como un río imparable.




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