No soy el Protagonista: Reino Enano

CAPITULO 7

Año 331 - Pueblo Nevaria/Casa de Aman

Una mujer de cuerpo muy pequeño, apenas alcanzando el metro de estatura, con un cuerpo tan delgado que parecía no haber probado bocado en días, estaba sentada en una de las viejas sillas de madera alrededor de una pequeña mesa cuadrada. Su cabello, recogido en una apretada coleta, se balanceaba ligeramente con las corrientes frías que se colaban por las pequeñas ventanas de la habitación. El aire helado se hacía cada vez más intenso, una señal clara de que el final del verano estaba cerca. Los vientos atravesaban la casa sin piedad, aprovechando cualquier rendija para colarse y enfriar el ya frágil calor del hogar.

Las ventanas, pensadas para dejar entrar los rayos del sol, también servían para permitir que el polvo y el mal olor escaparan cuando era hora de limpiar. Las paredes, delgadas y poco resistentes al clima, estaban cubiertas con gruesas telas que colgaban de ganchos rudimentarios. El propósito era evitar que el frío y la humedad se apoderaran de la casa, aunque no siempre funcionaba. Colocarlas había sido una tarea extenuante, casi imposible para alguien como ella, con piernas cortas y brazos que apenas llegaban a las alturas necesarias.

Había tenido que ingeniárselas, usando todo lo que tenía a su disposición: sillas viejas, escobas atadas de formas inverosímiles y, sobre todo, una determinación feroz. Se las arregló para colgar las telas después de muchas horas de malabarismos, casi perdiendo el equilibrio varias veces. El día entero se le había ido en esa labor, su cuerpo agotado y la mente embotada por la concentración que la tarea había requerido. Solo cuando el sol comenzó a ocultarse y la oscuridad invadió el cielo, pudo permitirse un respiro.

Sentada, con la mirada perdida en algún punto de la habitación, sintió el peso del cansancio caer sobre sus delgados hombros. El silencio de la noche se acercaba, y con él, una paz momentánea que apenas podría disfrutar antes de que el frío la obligara a buscar cobijo.

Con una mano, la mujer sostenía una taza de café negro, caliente, de la cual salía un fino humo que se desvanecía rápidamente en el aire frío. El café parecía ofrecerle una efímera calidez, pero no era suficiente. Sus ojos, cansados y llenos de pensamientos, se fijaban a través de la única ventana sin cubrir. Afuera, el cielo despejado mostraba un par de lunas brillando con frialdad, observándola desde la inmensidad. Mientras sus delgadas piernas colgaban de la silla, las balanceaba hacia adelante y atrás, como lo haría una niña juguetona, aunque su expresión distante y melancólica desmentía cualquier atisbo de alegría.

Con la otra mano, sostenía una pipa encendida, de la cual exhalaba largas y densas nubes de humo. El tabaco llenaba la habitación, mezclándose con el aroma del café, creando una atmósfera densa y sofocante. Inhalaba profundamente, sintiendo el picor en su garganta y el calor en sus pulmones, solo para expulsarlo todo lentamente en una gran bocanada que parecía llevarse un poco de su tristeza, aunque solo por un instante.

"Si tan solo siguiera en Montelado..." murmuró, casi en un susurro, mientras su mirada seguía fija en las lunas. Las palabras, aunque suaves, pesaban como una losa en su mente, resonando con cada recuerdo de lo que había perdido. La nostalgia la invadía, como siempre en esta fecha. Su vida había cambiado tan rápido, de maneras que aún le resultaban difíciles de comprender. No entendía cómo todo había llegado a este punto, cómo había terminado aquí, en este pequeño rincón del mundo.

El café, el tabaco, el clima... todo se unía para hacerla sentir más melancólica de lo habitual. Sabía que era por la fecha, lo sabía bien. Siempre sucedía en este día, un día antes del cumpleaños de su hijo. Como cada año, su mente viajaba al pasado, a esos recuerdos enterrados que nunca lograba olvidar. Recordaba cómo su hijo había llegado al mundo, esa extraña mezcla de enano y humano. El parto había sido todo menos sencillo; de hecho, había sido espantoso, un momento que aún la perseguía en sus sueños.

Cuando Aman se enteró de su embarazo, su vida entera cambió en un abrir y cerrar de ojos. Todo lo que conocía se vino abajo. Y Vhy… Vhy también cambió en ese mismo instante, como si su propio mundo se hubiera hecho pedazos frente a sus ojos. Pero las cosas no siempre habían sido así. Vhy no siempre había sido esa persona rota que era ahora. Mientras saboreaba el amargo café y el familiar ardor de la nicotina en su boca, los recuerdos empezaron a arrastrarla, envolviéndola lentamente.

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Se había enamorado de un humano, un hombre que, aunque no poseía la belleza de los elfos, era fuerte y delicado a la vez. Sus manos, aunque ásperas por el trabajo duro, siempre la tocaban con una suavidad que hacía que Aman se sintiera como la criatura más preciada del mundo. Pero lo que más la cautivaba no era su aspecto físico, sino sus ojos. Esos ojos profundos, siempre confiables, le hablaban sin necesidad de palabras, y sus expresiones la hacían sentir segura. Cuando él la miraba, Aman se veía reflejada en ellos como si fuera la persona más importante en su vida. Las palabras que le susurraba al oído, dulces y cuidadosas, lograban derretir cualquier duda que pudiera tener.

Vhy sabía exactamente cómo hablarle, cómo decirle justo lo que necesitaba oír en cada momento. No eran solo cumplidos vacíos; cada palabra estaba cargada de sentimiento, como si hubiera sido pensada con esmero solo para ella. Él nunca fue un hombre guapo en el sentido clásico. De hecho, muchos duendes en su tierra natal, Montelado, poseían una belleza mucho más notable que la de Vhy. Pero ninguno de ellos lograba hacerla sentir tan viva, tan especial, tan protegida como él lo hacía. Era algo que no podía explicar del todo, una conexión que superaba las apariencias.




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