No soy el Protagonista: Reino Enano

CAPITULO 10

Año 331 – Capital Árbol/Reino Forestia

El sonido de unos pasos firmes, casi imperceptibles, rompió el silencio solemne del gran salón real. Un sirviente, joven y esbelto, vestido con un elegante traje de tela fina que reflejaba su estatus como asistente del rey, se aproximó lentamente hasta quedar a pocos metros del anciano monarca. Este hombre, quien alguna vez había sido imponente y lleno de energía, ahora mostraba los signos del inexorable paso del tiempo. Su cabello, antaño abundante y anaranjadizo, se había vuelto una fina capa de hebras completamente blancas que apenas cubrían su cuero cabelludo. Su rostro, profundamente surcado por arrugas, parecía una pasa seca, y sus ojos, que en otra época habían brillado con autoridad y sabiduría, ahora a menudo se veían cansados y opacos, como si cada parpadeo costara un esfuerzo considerable.

El sirviente, con una reverencia profunda, inclinando la cabeza y el torso en una muestra de respeto absoluto, se mantuvo en esa posición por unos segundos antes de atreverse a hablar. Había aprendido que cualquier interrupción podría ser considerada una falta de etiqueta, y ante un rey, eso podría ser fatal.

"Majestad," dijo al fin, con una voz suave pero clara, aunque ligeramente temblorosa. A pesar de la costumbre de servir al rey, la responsabilidad de llevar noticias aún le pesaba. "Lord Doh se encuentra en la sala del trono, y... exige una audiencia."

El silencio que siguió fue denso, como si el tiempo mismo se detuviera en la habitación. El joven sirviente permanecía inclinado, aguardando, mientras el rey, por un momento, no dio ninguna señal de haber escuchado. Sin embargo, tras unos instantes que parecieron eternos, los ojos del anciano monarca se apartaron de la niña que tenía a su lado.

La pequeña, una niña de cabellos naranjas y brillantes como el fuego de una fogata recién encendida, jugaba despreocupadamente con él. Sus cabellos, iluminados por los suaves rayos de sol que entraban a través de los grandes ventanales del salón, parecían brillar como si cada hebra estuviera hecha de hilos de oro encendido. Era evidente que, en ese pequeño rincón de su vida, el rey encontraba algo de alivio y felicidad. La inocencia de la niña era un contraste absoluto con el peso que cargaba en sus hombros, un peso que él mismo sabía que no podría soportar por mucho tiempo más.

Sin embargo, su expresión cambió lentamente. El brillo en sus ojos que había aparecido mientras jugaba con la niña desapareció, reemplazado por una mirada de resignación y cansancio. El rey se puso de pie con esfuerzo, apoyándose levemente en el brazo del asiento mientras se levantaba. Su mirada se dirigió hacia la puerta, y sin apartar la vista de ella, emitió un suave suspiro, casi imperceptible, como si ya supiera lo que estaba por venir.

"Veamos qué quiere ahora Lord Doh," murmuró el rey, su voz baja pero firme, cargada de una mezcla de fastidio y cansancio, casi como si ya hubiera anticipado las exigencias de aquel hombre. Era una frase que, aunque sencilla, dejaba entrever la larga historia de tensiones y desafíos que había tenido con ese noble.

La sala del trono era un espectáculo de perfección y pureza. Las paredes, de un blanco inmaculado, parecían resplandecer bajo la luz que se filtraba tenuemente a través de los ventanales. Todo en esa sala emanaba una sensación de limpieza impecable, al punto de que cualquiera podría haber creído que hasta el suelo era tan puro como para comer sobre él sin la más mínima preocupación de encontrar polvo o suciedad. Cada rincón de aquel lugar daba una sensación de orden y precisión, como si se hubiera diseñado para reflejar la grandeza del trono que se erguía en su centro.

El trono, imponente y majestuoso, estaba forjado en oro puro, resplandeciendo en medio de la blancura de la sala. Sus cojines, de un profundo color púrpura, contrastaban a la perfección, otorgándole una majestuosidad regia a la ya impresionante pieza. Pero lo que más capturaba la atención era la gran pintura que colgaba justo detrás del trono, dominando la escena. Allí, en el lienzo, se veía al actual rey Bazsiy Nica III, de pie junto a su familia: su esposa, elegante y serena; su hijo, el heredero al trono, con una expresión firme y decidida; la esposa de su hijo, radiante y maternal; y por último, la pequeña nieta del rey, la misma niña de cabellos naranjas que momentos antes había jugado con él en el salón. Toda la escena familiar irradiaba una sensación de orgullo y continuidad, el legado de una dinastía que parecía inquebrantable.

El joven sirviente, diligente y eficiente como siempre, se adelantó con pasos rápidos y precisos. Sus movimientos eran fluidos, casi automáticos, producto de años de servicio en la corte. Abrió las enormes puertas de la sala con un gesto firme pero respetuoso, anunciando en voz alta, pero con tono solemne, la llegada del monarca.

“Su Majestad, el Rey Bazsiy Nica III,” proclamó, inclinando la cabeza en señal de respeto al hacer la introducción.

Dentro de la sala, Lord Doh, un hombre de estatura media pero de presencia imponente, aguardaba de pie. Vestido con ropas lujosas que denotaban su alto estatus social, adornadas con bordados dorados y una capa de terciopelo carmesí, se inclinó de forma exagerada al ver al rey entrar. La reverencia de Lord Doh no solo era profunda, sino también teatral, con movimientos que rozaban el exceso, y su tono de voz tenía una obsequiosidad que rayaba en lo insoportable.

“Oh, Majestad, como siempre es un absoluto honor y un placer incomparable verlo”, dijo Lord Doh, alzando las manos en un gesto que pretendía ser de humilde gratitud, pero que resultaba en algo artificial y pomposo. Su voz, melodramática y arrastrada, dejaba claro que buscaba impresionar. Observaba cada movimiento del rey con ojos calculadores, midiendo cada palabra y reacción de su monarca.




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