El lugar en el que estaba no se parecía en nada al que había conocido. El aire era limpio, fresco, casi puro, como si el peso de la contaminación no existiera. Los árboles se alzaban altos y frondosos, y la vegetación se extendía a lo largo de los caminos, entrelazándose con la tierra en una armonía extraña. A lo lejos, pude ver unas pequeñas casas dispersas, como si pertenecieran a un pueblo tranquilo que había sido olvidado por el tiempo.
Me acerqué a un balde lleno de agua, junto a un viejo pozo, y entonces me vi reflejado. Mi cabello era de un color oscuro, tan negro como una noche de invierno sin luna. Mi piel... algo en ella me sorprendía. No era del color que recordaba, sino que ahora se encontraba entre el moreno y un tono más profundo, casi como el ébano. Pero lo que más destacaba, lo que me hacía detenerme un poco más, eran mis ojos. Eran dorados, brillantes, como si dentro de ellos se escondiera un fuego que nadie más podía ver. Era lo más llamativo de mí, sin duda.
Sin embargo, al bajar la mirada, noté con cierta vergüenza que mi barba no era más que un conjunto disperso de vellos, como si la suciedad se hubiera asentado de forma desordenada en mi rostro. Me quedé mirándome unos segundos, en shock. Apenas hacía unas horas, o tal vez unos minutos, había estado en el limbo, hablando con una diosa que me había permitido volver a la vida. Era tanta la información que mi mente procesaba que ni siquiera me di cuenta de que estaba completamente desnudo.
Fue una brisa fría la que me despertó de mis pensamientos. El viento golpeó mi piel y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, erizando cada uno de mis poros. Entonces lo vi... todo. Mi cuerpo expuesto al mundo sin ningún tipo de pudor.
"¡Ah!" Apenas logré articular el sonido cuando escuché una voz rasposa y, a la vez, llena de una extraña energía.
—Jovencito, no es decente andar así... aunque debo admitir que no te ves nada mal —dijo una anciana que, sin titubeos, me observaba detenidamente. Tenía el cabello corto, completamente blanco, y no apartaba su mirada de mí. Sus ojos brillaban con una chispa de malicia, o quizás simplemente de experiencia.
El calor subió hasta mi rostro en cuestión de segundos, y sentí que mi piel se volvía de un rojo intenso. Traté de cubrirme lo mejor que pude con mis manos, sin mucho éxito.
—¡Lo siento! —balbuceé, intentando evitar su mirada.
La anciana soltó una carcajada fuerte, una risa que resonó por el lugar de una manera casi insultante.
—Ay, hijo, no te apenes tanto. Créeme que a mi edad ya he visto de todo... —Se inclinó hacia mí como si me estuviera contando un gran secreto—. Sabores, colores, razas, tamaños... —Se detuvo un momento, mirándome de arriba a abajo—. El tuyo, joven, entra dentro de las expectativas más... modestas.
Me quedé completamente en blanco. No sabía si debía sentirme humillado o aliviado por sus palabras. Con una sonrisa traviesa en el rostro, la mujer sacó de una bolsa vieja unos pantalones gastados y una camisa aún más ajada.
—Toma —dijo, lanzándome la ropa que aterrizó a mis pies—. Esto fue de mi difunto esposo. No creo que le moleste que te lo pongas ahora. A él ya no le sirve, después de todo.
—Gracias... —logré decir, aún con la voz temblorosa, mientras recogía la ropa del suelo.
Me vestí con rapidez. Los pantalones me quedaban un poco sueltos, y la camisa, demasiado grande, pero no tenía opción. Sentía que mi cuerpo seguía temblando, más de vergüenza que de frío.
—Cuídate, jovencito —dijo la anciana, mientras daba media vuelta, comenzando a alejarse por el mismo camino por el que había llegado—. Y más te vale tener cuidado. En este mundo, los renacidos no son bienvenidos.
—¡Espera! —intenté detenerla, pero ya se había alejado lo suficiente como para no escucharme.
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fantasia, fantasia oscura, isekai o reencarnación en otro mundo
Editado: 02.11.2024