El sueño me envolvió con rapidez, a pesar del frío que calaba mis huesos y del hambre que me retorcía el estómago. El cansancio extremo me arrastró hacia la inconsciencia, hundiéndome en un abismo oscuro y profundo donde el dolor y la incomodidad parecían desvanecerse.
Cuando abrí los ojos, no estaba en la cueva fría y húmeda, ni rodeado por el bosque sombrío. No. Una vez más, me encontraba en aquel lugar etéreo, el mismo al que había llegado cuando morí por primera vez. Un espacio fuera del tiempo y de la realidad, tan irreal como confuso. “¿Morí otra vez?” pregunté en voz alta, aunque sabía que hablaba al vacío. Mi voz se perdió en el eco de la nada, resonando entre sombras inexistentes. Esperaba que, al igual que la vez anterior, aquella Diosa majestuosa hiciera su aparición, pero esta vez no hubo respuesta. La absoluta soledad se apoderó de mí, y una sensación de inquietud se instaló en mi pecho.
Sin saber qué más hacer, comencé a explorar el lugar. A simple vista, parecía una casa, aunque la atmósfera surrealista lo hacía sentir más como un sueño distante. Me encontré en una habitación que parecía pertenecer a una joven adolescente. Las paredes estaban pintadas en tonos morados y rosados, dándole al lugar un aire vibrante pero a la vez íntimo. Todo a mi alrededor parecía ajeno y, al mismo tiempo, cargado de un significado que no lograba descifrar. Había cuadros colgados en las paredes, pero al acercarme para observarlos mejor, me di cuenta de que no entendía las imágenes; algunas parecían cambiar, otras estaban completamente en blanco, como si esperaran ser llenadas con algo que yo no podía ver.
En el centro de la habitación había una mesa imponente, hecha de cristal, pero no de cualquier tipo de cristal. Era como si estuviera fracturada en miles de pequeños pedazos, pero de alguna forma, seguía siendo fuerte y resistente. Los asientos que la acompañaban también estaban hechos de ese cristal extraño, brillando bajo una luz que no lograba identificar su origen. Me acerqué a uno de los muebles, una cajonera antigua con un diseño delicado, y junto a ella, un ropero de gran tamaño que llamó mi atención de inmediato.
Con cierta timidez, abrí las puertas del ropero. Para mi sorpresa, dentro había cientos, no, miles de vestidos de todos los colores imaginables. Cada uno de ellos era más seductor que el anterior, con cortes elegantes que acentuaban cada curva y detalle de un cuerpo femenino. Cerré el ropero de golpe, sintiendo un rubor vergonzoso en las mejillas. ¿Qué estaba haciendo, hurgando en lo que claramente era el armario personal de la Diosa? Pero entonces, una curiosidad más fuerte que la culpa me llevó hacia la cajonera. “Si el ropero tiene esas prendas tan exquisitas, no quiero ni imaginar lo que habrá en esta cajonera,” pensé, mientras mi mano temblorosa se extendía hacia el primer cajón. “Debe estar lleno de ropa íntima...”
Cuando estaba a punto de abrirlo, un grito estridente resonó por toda la habitación. “¡Aaaaaaah!” El sonido me hizo retroceder bruscamente, y ahí la vi. La Diosa estaba de pie en el umbral de la puerta, envuelta en una toalla que se ceñía perfectamente a su esculpido cuerpo, sus ojos ardiendo de furia y sorpresa. Su presencia era tan imponente que por un momento sentí que el aire me faltaba.
“¡No es lo que parece!” tartamudeé, levantando las manos en señal de rendición. “Te lo juro, llegué aquí sin saber por qué y no hubo respuesta…”
Antes de que pudiera terminar de hablar, ella alzó una ceja con desdén y, con un gesto de exasperación, completó mi frase. “¿Y entonces decidiste que la mejor opción era fisgonear en mis cosas?” Su voz, normalmente dulce y melodiosa, ahora tenía un filo afilado. Sin darme tiempo a explicarme, chasqueó los dedos y, con ese simple gesto, me redujo a humo.
“¡Otra vez no!” pensé, sintiendo cómo mi cuerpo se disolvía en una nube de niebla. La sensación era sofocante, como si me estuviera ahogando dentro de mí mismo. “¡Lo siento, de verdad lo siento! No volverá a pasar.” Mi voz era apenas un eco en aquel estado vaporoso.
La Diosa, sin dignarse a mirarme, caminó hacia una de las muchas puertas que había en la habitación y desapareció por unos minutos. Cuando regresó, ya estaba completamente vestida con un hermoso vestido negro que se ajustaba a cada curva de su cuerpo, resaltando su figura con una perfección inquietante. Su cabello, que antes caía libre, ahora estaba recogido en dos coletas que le daban un aire juvenil, aunque su cuerpo decía otra cosa muy distinta.
Se sentó con elegancia en una de las sillas de cristal y, con otro simple movimiento de su mano, volvió a formarme, devolviéndome mi cuerpo humano, aunque aún podía sentir el sabor amargo de la humillación.
“Bueno, veamos por qué estás aquí esta vez,” dijo, su voz volviendo a ser melodiosa, aunque no menos burlona. En sus manos apareció una especie de tableta luminosa que empezó a revisar con una sonrisa divertida en su rostro. Tras unos momentos, sus ojos se clavaron en mí, su boca se curvó en una mueca juguetona. “Vaya, así que no renaciste por completo. Solo ocupaste el cuerpo de un humano.” Su tono era claramente sarcástico, y su mirada, burlona.
“Antes de que sigas, quiero pedirte disculpas por lo que pasó…” Intenté explicarme, pero ella apenas levantó la mirada de su dispositivo, entretenida con lo que leía. Su sonrisa, sin embargo, se mantuvo.
“Jaja, no puedo creerlo. ¿Una anciana te vio desnudo y encima te humilló diciendo que no eras la gran cosa?” dijo con un tono que mezclaba diversión y burla, sus ojos bajando deliberadamente hacia mi entrepierna antes de volver a mi rostro. “Bueno, para ser justos, no conoció tu verdadero cuerpo. A decir verdad, creo que entre los dioses, estarías bastante bien dotado,” comentó, guiñándome un ojo de forma descarada.
Sentí cómo mis mejillas ardían de vergüenza, y un calor incómodo recorrió mi cuerpo ante el elogio inesperado. “Gracias... viniendo de ti, me hace sentir... orgulloso,” logré responder, aunque mi voz temblaba un poco.
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fantasia, fantasia oscura, isekai o reencarnación en otro mundo
Editado: 02.11.2024