No soy el Protagonista: Tomo I

CAPITULO 8

Año 331 – Ciudad Trono/Reino Montelado

La sala era majestuosa, imponente a su manera, pero no por un lujo excesivo, sino por la solidez y el peso de su ambiente. En el centro, una mesa redonda de madera bien trabajada, pulida con esmero hasta que su superficie brillaba suavemente bajo la luz de los candelabros encendidos. Los candelabros, altos y robustos, lanzaban destellos cálidos, pero sus llamas titilaban ante los vientos que se colaban desde las ventanas. La sala estaba flanqueada por paredes de piedra gris, pesadas y frías, que reforzaban la atmósfera de gravedad. Sobre una de ellas colgaba un estandarte, orgulloso y antiguo, que mostraba la figura de una montaña, con una silueta femenina recostada en su cima, y en el centro, un martillo poderoso, símbolo del poder y la fuerza que los enanos reverenciaban.

En cada esquina de la sala se podían ver estantes donde los asistentes podían dejar sus armas, algo común en estos encuentros. Se trataba de una regla no escrita: aunque todos estuvieran armados, las decisiones debían tomarse con la mente clara y no por la fuerza bruta. Las armas, que eran emblemas de honor, estaban descansando, lejos de las manos que las blandirían en otro contexto.

Frente a la mesa, destacaba una silla diferente a la demás, hecha de piedra sólida, un trono imponente que parecía inamovible. Estaba ornamentada con oro y plata, sus bordes brillaban incluso con la poca luz que las lunas de esa noche proyectaban en la sala. La joya de la pieza era la incrustación de una piedra morada, grande y perfectamente tallada, que lanzaba destellos cuando la luz la acariciaba. Esa era la silla del Rey.

Las sillas alrededor de la mesa eran distintas, más pequeñas, pero no menos dignas. Eran diez en total, bien acolchadas con suaves plumas de ganso, brindando un contraste casi irónico con el frío de la sala. El viento, aunque amortiguado por las gruesas paredes, lograba colarse, trayendo consigo el gélido aliento de la tormenta de nieve que arreciaba afuera. La noche, pesada como una capa de plomo, estaba en su apogeo. Las dos lunas del reino brillaban imponentes en el cielo despejado, sus luces frías atravesaban la gran ventana que daba hacia la montaña, bañando la sala con una claridad fantasmal que se mezclaba con el resplandor cálido de las velas. Era como si la naturaleza misma estuviera observando el evento que estaba por suceder.

A medida que la hora avanzaba, los líderes del reino, aquellos a quienes se les había otorgado el derecho de hablar y votar, iban llegando, uno por uno. Sus pasos retumbaban en el suelo de piedra mientras se dirigían a sus asientos, y cada uno tomaba su lugar en función de su oficio y su estatus dentro del reino. Cada silla tenía una pequeña insignia tallada, un símbolo que indicaba el rol de su ocupante, una distinción clara pero discreta.

Corin, el comerciante, se sentó en su lugar habitual. Su insignia era sencilla, pero clara: una mano agarrando un par de monedas. Aunque el símbolo no era grandioso, era lo suficientemente reconocible para que cualquiera supiera quién era. Corin observó a su alrededor con calma, calculando, como siempre. Sabía que la reunión de esa noche tendría repercusiones importantes, y su voto podría inclinar la balanza. Siempre tenía presente que su habilidad para el comercio no solo dependía del oro, sino de saber leer a la gente, y esa sala estaba llena de aquellos que podían ser sus aliados o sus competidores.

A su lado, la pesada y trabajada insignia de un martillo golpeando metal brillaba tenuemente. Era la de Marty, el herrero del reino. Él no necesitaba una presentación, su nombre resonaba con fuerza en cada rincón del reino. Las armas que forjaba no eran solo herramientas de combate, eran obras de arte, símbolos de poder. Marty, con sus brazos gruesos y llenos de cicatrices del calor de la forja, se sentó con el ceño fruncido, como si ya estuviera preparando su martillo mentalmente para cualquier batalla de opiniones que se presentara. No era un hombre de muchas palabras, pero cuando hablaba, su voz grave y contundente siempre dejaba una huella. No le gustaba perder el tiempo, y esperaba que esa noche no fuera una excepción.

Al otro lado de Corin, la insignia de un jarrón pequeño, del cual brotaba un líquido humeante, marcaba el asiento de Emm. Era una de las pocas mujeres que tenían voz en ese consejo, y su conocimiento de las pociones y la alquimia la hacía invaluable. Sin embargo, su mirada, siempre observadora, reflejaba una mente afilada, no solo para las mezclas de ingredientes, sino también para la política del reino. Sabía cuándo hablar y cuándo mantenerse en silencio, y siempre calculaba sus palabras con precisión. Esa noche, su voto también tendría peso, aunque no mostraba signos de ansiedad ni prisa. Simplemente esperaba el momento adecuado para intervenir.

Y así, uno a uno, los demás líderes se acomodaban en sus respectivos asientos, cada uno con su propia insignia, su propio peso dentro de la reunión. La tensión en el aire era palpable, mientras la nieve seguía cayendo con fuerza, como si quisiera sofocar cualquier decisión precipitada. Las lunas, desde lo alto, continuaban vigilando, mientras el viento hacía eco en las altas paredes de piedra.

Con la llegada de cada enano, el ambiente en la sala se volvía más ruidoso y animado. Cada uno de ellos, al entrar, dejaba cuidadosamente su arma en los estantes dispuestos para ello en las esquinas de la habitación. Eran armas pesadas, forjadas con maestría, un reflejo del espíritu de los enanos: resistentes, indestructibles. Después, sin perder tiempo, tomaban su asiento correspondiente alrededor de la gran mesa redonda. Los sirvientes, siempre atentos, se apresuraban a ofrecerles suculentos trozos de carne asada, dorada por fuera y jugosa por dentro, acompañada de tarrones repletos de cerveza espumosa. Aquella bebida, densa y fuerte, era tan fundamental para los enanos como el aire mismo, y no se limitaban a un simple sorbo, sino que bebían con entusiasmo.




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