Al entrar en la inmensa sala, Aman sintió cómo el aire pesado y frío le erizaba la piel, como si las paredes mismas susurraran los ecos de antiguas decisiones y secretos olvidados. La tenue luz de las lunas se filtraba a través de las enormes ventanas, bañando de plata la mesa de piedra que ahora dominaba el centro del salón. Era una presencia sólida, intimidante, que parecía no encajar del todo con la majestuosidad casi fantasmal del trono. Aman frunció ligeramente el ceño; la última vez que estuvo allí, aquella mesa no existía. La sala había sido un espacio abierto, simple y vacío salvo por el trono, un símbolo de poder y opulencia inquebrantable.
El trono seguía siendo el mismo, tan majestuoso como siempre. Tallado en obsidiana pura y decorado con hileras de piedras preciosas que, bajo la luz pálida de las lunas, parecían destellar con vida propia. La corona que tanto recordaba vino a su mente de golpe, como si la visión de aquel salón la hubiera arrastrado violentamente al pasado. La gema central de la corona, de un azul profundo y vibrante, parecía brillar con su propia luz, como un pequeño sol oculto.
—El Rey anterior… —susurró Aman en su mente, sus labios apretándose en una línea fina.
Recordaba con claridad aquel día. El Rey, con la corona encajada sobre su frente, el peso de su poder aplastando la sala, y a su lado, Komen. No el Komen que conocía hoy, endurecido y marcado por los años de gobierno, sino un Komen más joven, más fuerte y vigoroso. Su enorme barba negra, trenzada con pericia, caía hasta el pecho, y su cabello, largo y liso, le llegaba hasta la mitad de la espalda, tan oscuro como el carbón y entremezclándose con su barba como si ambos fueran parte de una misma sombra.
Pero no era sólo Komen lo que ocupaba sus recuerdos.
Ese día, su padre había insistido en que ella llevara el vestido que su madre había usado cuando se comprometió. No fue una petición; fue una orden disfrazada de deseo paternal. Aman no había querido discutir, así que le complació. Habían pasado algunos años desde que su madre había muerto, y aunque no lo decía en voz alta, aquel vestido era un último lazo que la unía a ella.
Lo recordaba tan vívidamente que casi podía sentirlo sobre su piel. Un vestido azul claro, brillante bajo cualquier luz, ajustado hasta lo imposible. Cada curva de su cuerpo quedaba perfectamente delineada por la tela suave, y el escote del frente era... atrevido, por decir lo menos. Aman nunca se sintió cómoda con él, menos aún en un reino como Montelado, donde la modestia era una virtud inquebrantable y la etiqueta dictaba que cualquier muestra de piel era vulgaridad. Pero su madre había sido una costurera talentosa, y Aman no podía negar que el vestido era hermoso, incluso si la hacía sentir desnuda ante el mundo.
Cuando llegó a aquella misma sala, hacía ya tantos años, iba tomada del brazo de su padre. El agarre firme de su padre no fue suficiente para evitar que sintiera cómo todos los ojos se clavaban en ella, especialmente los de Komen. Aman todavía podía ver, en su mente, el momento en que él la vio. Sus ojos se abrieron como los de un cazador al avistar a su presa, temeroso de que cualquier movimiento brusco espantara la oportunidad. La recorrió con la mirada, de arriba a abajo, y aunque trató de ser sutil, Aman se dio cuenta de que a veces se perdía demasiado en el escote del vestido. Fue incómodo. Fue humillante. Pero lo peor fue que, en aquel entonces, Aman no tenía el valor de enfrentarlo, ni de enfrentarse a sí misma por lo que sentía.
La reunión había sido estrictamente familiar. La familia real y la suya, sentados en silencio mientras el Rey anterior, con su imponente presencia, observaba todo como si nada pudiera escapársele. Aman nunca olvidó las palabras susurradas de su padre sobre la noche de compatibilidad. Se decía que, si el varón no dejaba su semilla esa noche, significaba que los dioses jamás bendecirían su unión con descendencia, y, sin hijos, jamás podrían ser felices. No con un futuro heredero al trono.
Ese pensamiento la devolvió abruptamente al presente. Aman sacudió la cabeza, tratando de borrar los recuerdos antes de que la ahogaran.
El sonido de pasos suaves la sobresaltó, y giró ligeramente para ver a Inim. La joven enana iba de antorcha en antorcha, encendiéndolas con movimientos metódicos, casi ceremoniales. Las llamas danzaban sobre las paredes, proyectando sombras retorcidas que parecían cobrar vida y susurrar secretos entre ellas. El olor a aceite quemado llenó el aire, y Aman sintió una extraña opresión en el pecho, como si el salón estuviera cerrándose a su alrededor.
Cuando Inim terminó su tarea, se acercó a Aman y, con una sonrisa amable, tomó una de las pequeñas sillas cercanas, jalándola hacia ella con un chirrido breve pero agudo.
—Por favor, siéntese, señorita Aman —dijo con su voz suave, tan melodiosa que parecía más un canto que una orden.
Aman, todavía atrapada en el remolino de sus pensamientos, obedeció en silencio. La madera crujió ligeramente cuando se sentó, y sus manos se aferraron al borde de la silla, fría y dura bajo sus dedos.
—Su Majestad no tardará en recibirla —continuó Inim, con una ligera inclinación de cabeza—. Le ruego que tenga paciencia.
Inim sonrió una última vez antes de abrir la puerta con delicadeza. La luz del pasillo exterior se filtró un instante, y luego se cerró detrás de ella, dejándola sola.
El silencio que quedó fue pesado, denso, como si la sala entera estuviera conteniendo el aliento. Aman respiró profundo, sintiendo el frío del lugar filtrarse hasta sus huesos.
#1074 en Fantasía
#1626 en Otros
#85 en Aventura
fantasia, fantasia oscura, isekai o reencarnación en otro mundo
Editado: 17.12.2024