Capítulo 15
«Pertenecer»
El viento nocturno soplaba suavemente, haciendo que las hojas danzaran a su alrededor mientras Nico seguía columpiándose, perdido en sus pensamientos. La revelación de su tía Eleonor le había dado un vuelco a su mundo, pero más allá del alivio de saber que su padre no había mentido, había algo que no dejaba de darle vueltas en la cabeza.
—¿Por qué tía Eleonor dijo que los responsables ya habían recibido justicia? ¿Cómo escapó? ¿Por qué nunca intentó contactarnos antes? —susurró el pequeño para sí mismo.
Las preguntas se acumulaban como piezas de un rompecabezas sin resolver. Cerró los ojos por un momento, disfrutando la brisa fresca.
—Piensa como un inversionista, Nico —se recordó a sí mismo—. Antes de tomar una decisión, analiza toda la información.
Pero pensar tanto también era agotador.
Con un largo suspiro, dejó de columpiarse y miró hacia la casa. La luz seguía encendida en la sala, y aunque su curiosidad lo llamaba de vuelta, sabía que no debía meterse en esa conversación. Los adultos siempre le decían que había cosas «demasiado complejas para un niño», aunque él no estuviera de acuerdo.
Se puso de pie, alisó su ropa y decidió que era momento de distraerse un poco. Quizás su nuevo y extraño vecino le daría material para pensar en otra cosa.
André, por su parte, estaba parado frente al refrigerador, observando su contenido con el ceño fruncido. No porque no tuviera opciones, sino porque todo lo que veía ahí le parecía… básico.
Había ingredientes de sobra, pero él no era precisamente un chef.
Con un suspiro, sacó una botella de agua y cerró la puerta con desgano. Tal vez debería ordenar comida, pero luego recordó que había hecho un trato con Nicolás. Y si algo tenía claro es que ese niño no era alguien a quien quisieras fallarle.
Se dejó caer en la silla de la cocina y tomó un trago de agua.
—Bien, André —se dijo a sí mismo—, sobreviviste a una extraña alucinación, posiblemente te humillaste ante una mujer que apenas conoces y ahora tienes que aprender a cocinar porque un niño de seis años te lo exige. Todo va de maravilla.
Un golpe en la puerta lo sacó de su monólogo. Frunció el ceño, pues, ¿quién demonios toca la puerta a esta hora?
Cuando abrió, se encontró con el rostro serio de Nicolás, mirándolo con una expresión que mezclaba determinación e incomodidad, quizá, por sus propios pensamientos.
—Señor André.
—Joven Nicolás —respondió con la misma formalidad.
Hubo un breve silencio en el que ambos se estudiaron.
—Es hora de nuestra primera clase —dijo finalmente el niño, cruzándose de brazos.
—¿Nuestra qué? —indagó el mayor parpadeando un par de veces.
—Nuestra clase de cocina. ¿O es que ya se le olvidó nuestro trato?
Por supuesto que se le había olvidado.
—Pensé que lo haríamos durante el día —intentó excusarse.
—Yo también pensaba que mi tía estaba muerta, y vea cómo terminé —replicó Nico con un tono dramático que hizo que André soltara una risa entre dientes.
—Tienes el don de la manipulación emocional, pequeño genio.
—Eso no es manipulación, señor André. Es estrategia.
André rodó los ojos, pero terminó haciéndose a un lado para dejarlo pasar.
—Muy bien, ¿qué vamos a hacer, chef?
Nico entró con paso seguro, inspeccionando la cocina con ojo crítico.
—Lo primero que aprenderemos es lo básico: un buen omelette.
—Ah, fácil. Solo huevos, sal y…
—No.
André parpadeó, sorprendido por la interrupción.
—No es solo huevos y sal, señor André. Un omelette perfecto requiere técnica, paciencia y cuidado.
—¿Qué tan complicado puede ser? —André exhaló largamente.
Nico le dirigió una mirada que decía claramente «no subestimes el arte culinario».
—Sígame.
Y así comenzó una de las experiencias más humillantes de la vida de André.
Porque, aparentemente, hacer un omelette perfecto no era tan fácil como él creía.
Entre el intento fallido de quebrar los huevos correctamente, la sal en exceso, y la forma en que Nico chasqueaba la lengua cada vez que André hacía algo mal, la cocina se volvió un campo de batalla.
—Señor André, la sartén no está lo suficientemente caliente.
—Señor André, los huevos no se baten como si estuviera peleando con ellos.
—¡Señor André, su omelette parece un accidente automovilístico!
André, frustrado, dejó la espátula sobre la encimera y lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Cuántos años tienes, seis o sesenta?
—A veces yo también me lo pregunto. —Suspiró con resignación.
André soltó una carcajada.
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hombre de negocios, pequeños genios traviesos, amar otra vez
Editado: 10.02.2025