Capítulo 34
«Un solo ganador»
La noche se posó con suavidad sobre el campamento, envolviendo los árboles en sombras largas y azules mientras la brisa agitaba levemente las copas. Todo se había calmado tras la cena improvisada, donde, contra todo pronóstico, André había logrado hacer que la estufa portátil funcionara con una combinación absurda de cinta adhesiva, creatividad y pura suerte.
Marie lo había celebrado como si hubiera prendido fuego por primera vez en la historia de la humanidad, y Nico, en su rincón con el cuaderno y un lápiz sin punta, había lanzado miradas discretas, desconcertado por algo que no estaba listo para admitir.
Porque, por primera vez desde que lo conocía, André estaba siendo… agradable.
No demostraba el tipo de amabilidad falsa que los adultos usan con los niños para que se callen o hagan caso. No. André lo había ayudado a acomodar el saco de dormir sin burlarse de su modo detallado de calcular el ángulo de inclinación del terreno. Le había contado sobre una lluvia de meteoritos que él mismo vio en un campamento cuando tenía la edad de Nico. Incluso le había ofrecido uno de los dulces que guardaba para el postre, sin condiciones, sin bromas, solo con una sonrisa sincera.
Y eso… lo descolocaba.
Porque en su cabeza, André era el enemigo. El invasor. El adulto que intentaba conquistar el corazón de su madre y quedarse con el lugar que por derecho le pertenecía: al lado de ella, en cada espacio, en cada conversación.
Pero ahora, sentado bajo el cielo estrellado, con la barriga llena y las mejillas aún cálidas por la risa que le arrancó una historia de André sobre cómo se cayó de una lancha cuando era pequeño, Nico comenzó a dudar. Quizás no era tan malo. Quizás… solo quizás… no quería separarlo de su mamá.
Casi se le escapó un suspiro.
Y por un momento, solo un breve instante, el niño pensó en detener su plan. Pensó en decirle a André que ya no hacía falta, que podían convivir, que tal vez estaba siendo demasiado duro con él. Se acurrucó junto a su madre cuando ella le dijo que ya era hora de dormir. La escuchó tararear bajito mientras acomodaban las cosas dentro de la tienda, y le devolvió el beso de buenas noches con un abrazo más largo de lo normal.
—Buenas noches, mi amor —susurró Marie, acariciándole el cabello.
—Buenas noches, mami… —respondió él, con la voz envuelta en algo que se parecía mucho a la culpa.
Pero la noche es traicionera. Y lo que se siembra durante el día, puede crecer en la oscuridad con formas completamente diferentes.
Cerca de la medianoche, Nico abrió los ojos, como si un sensor secreto se activara solo con la ausencia de su madre. Parpadeó en la penumbra, extendió la mano hacia el lado izquierdo del saco de dormir; estaba vacío.
Se sentó en silencio, el corazón le latió un poco más rápido, no por miedo, sino por esa sensación incómoda que mezcla la incertidumbre con la necesidad de comprobar que todo sigue en orden.
Salió de la tienda con cuidado, apartando la cremallera apenas lo justo para no hacer ruido. El pasto frío le acarició los tobillos mientras caminaba descalzo hacia donde el tenue resplandor anaranjado de la fogata titilaba en la distancia. Y entonces los vio.
Allí estaban. Marie y André, sentados muy juntos sobre el tronco caído que usaban como banco. Él sostenía una ramita con un malvavisco a medio derretir, y ella reía, con esa risa suave que usaba cuando algo la enternecía.
Los malvaviscos chisporroteaban, el fuego lanzaba sombras suaves sobre sus rostros, y la conversación flotaba entre ellos como un lazo invisible que Nico no podía romper.
—Es increíble lo mucho que sabe para su edad —decía André—. Tiene una lógica tan madura… aunque, claro, también es un niño.
—Sí —respondió Marie, con una sonrisa llena de ternura—. A veces me cuesta equilibrarlo. Quiero protegerlo, pero también darle alas. Creo que este campamento le hará bien.
—Yo también lo creo —agregó André, con un tono más suave—. Y tal vez podría ir al más largo, el que mencioné la otra vez. Con niños como él, con intereses similares… Creo que le haría bien salir de casa, por un tiempo.
—Sí… —Marie suspiró, pensativa—. Siempre ha estado tan apegado a mí. Pero tienes razón. Es hora de que viva experiencias nuevas.
Y ahí fue donde algo se rompió.
Nico, oculto tras la tela de la tienda, apretó los puños. Lo supo. Lo supo desde el principio. André no quería convivir. No quería ser amable. Todo era parte de su plan para alejarlo, para convencer a su mamá de que lo enviara lejos, mientras él se quedaba, ganando espacio, cariño, tiempo.
Lo había dicho con todas sus letras: salir de casa, por un tiempo. Y su madre… su madre había dicho que sí. Que era hora.
El ardor en el pecho no venía de la fogata. Era un calor espeso y amargo, una mezcla de celos, tristeza y traición que le picaba los ojos y le apretaba el estómago.
Regresó a la tienda con pasos silenciosos, se metió dentro sin hacer ruido, y se acomodó bajo el saco de dormir fingiendo estar profundamente dormido cuando Marie volvió unos minutos después.
Ella le acarició la cabeza, susurrando un «te amo» que él no respondió.
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hombre de negocios, pequeños genios traviesos, amar otra vez
Editado: 28.04.2025