Capítulo 39 «¿Equivocado?»
Nicolás no se había movido desde que escuchó el primer grito de su madre. Estaba en cuclillas detrás de una formación de arbustos altos, con su manta favorita enrollada entre los brazos como si fuera un escudo. Su respiración era tan baja que apenas se percibía entre el sonido suave de las hojas que se mecían con la brisa del bosque. Tenía las mejillas frías, los zapatos con barro, y la mente hecha un torbellino de ideas.
No era la primera vez que se ocultaba. Lo había hecho antes para leer en silencio, para pensar o incluso para evitar alguna conversación que no quería tener. Pero esa vez era diferente. Esa vez había sido él quien tomó la decisión consciente de desaparecer para siempre. Solo que… ahora ya no se sentía tan seguro de si había sido la mejor idea.
Al principio, todo parecía lógico. Había armado un plan. Había recolectado algo de agua, su manta, una linterna y algunas galletas —que, honestamente, ya se había comido hace una hora—. Había dejado huellas falsas en la arena cerca del río para que pensaran que había tomado ese camino, y luego dobló hacia un rincón que conocía bien, uno que había detectado la tarde anterior cuando fingía buscar ramas para la fogata.
Desde ahí, escuchaba todo. Los pasos de su madre alejándose por un lado, la voz de André resonando por otro, la desesperación creciendo con cada segundo que pasaba. Y lo peor de todo… su nombre. Una y otra vez.
—¡Nicolás! —escuchó de nuevo, esta vez más cerca—. ¡Amor, por favor, dime dónde estás!
Se tapó los oídos con las manos por un momento. No porque no quisiera oírla, sino porque le dolía. Le dolía esa voz temblorosa, llena de angustia, y saber que era él quien la había provocado.
¿Pero qué otra opción tenía? Si se quedaba, lo mandarían lejos. A un lugar extraño. Sin su mami. Sin su casa. Sin su rutina. Todo para que ese intruso pudiera quedarse con todo.
O… ¿Y si estaba equivocado?
Parpadeó, mirando a través de las hojas, viendo cómo Marie se adentraba un poco más entre los árboles, con los ojos rojos y los pasos torpes de quien se ha resignado a lo peor, pero no puede dejar de buscar.
¿Y si no era que lo querían mandar lejos por molestia… sino porque pensaban que sería bueno para él?
Sacudió la cabeza con fuerza. No. No podía pensar así. Él había escuchado perfectamente la conversación. Lo del campamento, lo de que André quería que «se relacionara más», lo de que sería bueno para «su desarrollo». Todo eso sonaba muy bonito, pero era solo una forma elegante de decir que ya no lo necesitaban todo el tiempo. Que podían estar bien sin él. Que ya no era indispensable.
¿O sí lo era?
Otra vez su madre gritó su nombre. Esta vez, su voz se quebró en la última sílaba. Un suspiro ahogado. Un sollozo mal contenido. Y eso fue demasiado.
Nico apretó los ojos. Su pequeña frente se frunció. Las manos le temblaban. Miró su manta, manchada de tierra y humedad, apretada contra su pecho como si pudiera darle una respuesta.
Pensó en su mamá. En su manera de decir su nombre con ese tonito suave. En cómo siempre sabía qué decir cuando se le trababan los pensamientos. En cómo le acariciaba el cabello por las noches o le pasaba chocolate caliente cuando tenía un mal día.
Pensó también en André… y por más que intentó odiarlo del todo, no pudo. Porque recordaba sus esfuerzos torpes por cocinar, sus bromas tontas, incluso la vez que le enseñó a lanzar una piedra «como un adulto». Y aunque todo eso lo enfurecía por momentos, también sabía que lo hacían sentir acompañado.
No estaba listo para compartir. No quería. Pero tampoco podía quedarse escondido para siempre.
Cerró los ojos y suspiró. El sonido de pasos rápidos lo hizo erguirse. Se escuchaba el crujido de ramas, más cerca. A la derecha. Marie estaba cada vez más próxima. Y su voz… su voz dolía.
—¡Nico, por favor! ¡Ya no es un juego! ¡Respóndeme! ¡Te lo ruego!
El niño se puso de pie lentamente. Tenía los pantalones húmedos, un rasguño leve en la rodilla, y la mirada apagada. Avanzó dos pasos hacia la luz que se filtraba entre los árboles, pero algo lo hizo detenerse. El miedo. La duda. El nudo en la garganta.
¿Y si ahora sí lo mandaban lejos por lo que había hecho? ¿Y si su mamá se enojaba tanto que no quería hablarle más? ¿Y si André decía que era un peligro?
—¡Nicolás! —gritó André desde más atrás—. ¡Dime dónde estás, campeón! ¡Estoy empezando a asustarme en serio!
Fue entonces cuando Nico no pudo más. El grito salió solo, espontáneo, cargado de emoción y arrepentimiento.
—¡Estoy aquí! —gritó con fuerza—. ¡Aquí!
Los pasos se aceleraron. Las ramas crujieron más fuerte. Y entonces, en medio de la maraña de árboles, Marie apareció. Su rostro se llenó de alivio, de desesperación, de amor desbordado.
—¡Dios mío, Nico! —corrió hacia él, arrodillándose para abrazarlo con fuerza—. ¿Qué estabas pensando? ¡Nos tenías muertos del susto!
El niño no supo qué decir. Solo se dejó abrazar. Solo se aferró a ella como si temiera que pudiera desaparecer.
André llegó segundos después, jadeando, con los ojos abiertos como platos.
—¡Ahí estás! —exclamó, y aunque su tono fue firme, no pudo evitar sonreír al verlo ileso—. Me debes un año de vida, mocoso.
Marie lo soltó un momento y lo miró con seriedad.
—¿Por qué, Nico? ¿Por qué te fuiste así?
Él bajó la mirada, como si el peso de la culpa fuera mayor que el de toda la mochila que llevaba.
—Pensé que… que querían que me fuera. Que me iban a mandar a un internado. Que André… solo quería quedarse contigo y… y que yo estorbaba.
El silencio cayó sobre los tres. Marie lo miró como si no pudiera creer lo que escuchaba. André cruzó los brazos, sin saber si reír o abrazarlo también.
—Amor… —susurró Marie, acariciándole la mejilla—. Eso jamás va a pasar. ¿Cómo puedes pensar algo así?
Nico se encogió de hombros. Tenía seis años. Tenía el corazón sensible. Tenía la lógica torcida por el miedo.
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hombre de negocios, pequeños genios traviesos, amar otra vez
Editado: 07.07.2025