La lluvia había cesado un poco, pero no así nuestras incertidumbres. El peso de las verdades torturaba de la misma manera que las gotas al vidrio, una y otra vez machacaban mi mente.
Pasamos frente al hospital y, como supuse, el volvo negro se encontraba aparcado en el estacionamiento. Recorrimos el vecindario, por la avenida principal con sus tiendas comerciales y restaurantes. Unas cuadras más adelante, Meri quiso hacer una parada.
—Estaciona aquí, vuelvo en un momento...
—¿Qué? No, no pueden verte.
—Qué aparques un momento. —Puso el freno de mano.
—¡Meri! —Me quejé y estacioné el maldito auto—. ¿Estás loca? ¿Qué vas a hacer? —Pero no contestó mis preguntas y le dio un portazo al coche al bajar. Bufé, mientras la vi correr hasta un negocio.
Aun procesando todo, volví a ver el celular en mi regazo y encendí la pantalla. Las notificaciones tanto del mensaje como de la llamada continuaban allí. Di unos pequeños golpecitos al volante con mis dedos y observé a mi alrededor.
Contemplé a cada persona caminando por la calle, familias almorzando a través de los ventanales de los bares, niños corriendo por la vereda. La sonrisa de pequeños mirando a su mamá mientras daban un paseo tomados de la mano. Me pregunté por un momento sí todos estaríamos en peligro, sí quizás, sí quiera llegasen a imaginar lo que estaba ocurriendo frente a sus narices.
Entré a la lista de contactos y llamé a Luca.
—¿Liv? —Su voz sonaba suave y apacible. Nada tenía que ver con aquel Luca del bosque.
—¿Está todo bien? No podía contestar, lo siento.
—Sí, solo quería avisarte que Alex está en buen estado. Hemos venido al hospital...—Hubo un silencio y luego se escuchó una risa del otro lado—, fue algo incómodo volver a cruzar a tu madre con esta ocurrente camiseta, pero sobreviví... —bromeó.
—Sí. Debió ser incómodo, ja...—suspiré. No lograba concentrarme.
—Y... —No lo digas, por favor. No, no...—. ¿Mérida apareció?
Mierda. Acaba de confirmarlo. No sé por qué demonios tenía la estúpida ilusión de que todo fuese una mentira.
—No... —Fruncí el rostro—. No aparece, estoy destrozada... —Meri volvió de la tienda—. Debo colgar, ¿nos vemos luego?
—Claro, y... oye —chistó su lengua—, por lo que pasó en el bosque, yo...lo siento, hobbit... —sus disculpas parecían reales, pero ya no sabía en qué creer—. Estaba muy nervioso, quería encontrar a Alex. No es excusa, pero no quise tratarte de esa forma.
—Descuida, también estaba estresada... —Intenté concentrarme—. Bueno, nos hablamos.
—Ok. Cuídate, peque. Y quiero que quede algo en claro...—Tomó aire profundo—, estás equivocada respecto a algo... Eres la persona más valiente que conozco y confío en ti, adiós... —Colgó sin más.
Continúe con el celular en el oído mirando a la nada. Mi cabeza iba a explotar y ya no sabía que pensar o qué esperar de Luca como tampoco de Alex. ¿Quiénes eran en realidad?
Mérida se sentó y puso una bolsa sobre sus piernas. Comenzó a abrir unos paquetes dentro de ella.
—¿Todo bien? ¿Levantaste sospechas?
Negué, dejando el móvil a un lado.
—¿Qué son esas cosas?
—Bueno, he visto que cuando vas a abrir la puerta de una casa ajena, debes tener hebillas de cabello invisibles, destornillador y esta cosa para hacer palanca...—jugueteaba una herramienta larga y puntiaguda.
—¿Has visto? ¿Dónde? —Me crucé de brazos— ¿Y las papas, para qué son? —señalé el paquete que la rubia abría.
—Estoy nerviosa, ¿no es obvio? Esto es un sedante, ten... —Sacó un puñado y me pasó los snacks—. ¡De las películas, Liv! —gritó con la boca llena—. ¿De dónde más supones que uno aprende hoy en día?
—Hablé con Luca, están en el hospital. No habrá problemas.
—¿Su padre habrá ido con ellos?
—Se fue momentos antes de encontrar a Alex con el papá de Tatiana.
—No me sorprende en nada que esa estúpida esté metida en todo este lío. Cuando me lo contaste me diste una razón más para desfigurarle el rostro.
Negué risueña.
—Andando... —Puse en marcha el auto.
Estacionamos unas casas más adelante. Antes de bajar, vimos al Sr. Davis llegar a toda velocidad. Bajó del coche y entró corriendo a la casa.
—Carajo, ¿ahora qué? —soltó Meri agachada, comiendo papitas a más no poder.
Le arrebaté el paquete.
—Esperaremos. —Me recliné—. Tiene que irse, ver a sus hijos ¿o acaso no le importan? —Saqué un par sin desviar la vista de la casa.
—¿Y su madre? No la he visto desde que volvieron...
—Tampoco yo... —Y si me ponía a pensar con detenimiento, los chicos jamás la habían nombrado, así como nosotras tampoco habíamos preguntado.
Nuestra conversación se vio interrumpida cuando vimos salir nuevamente a su padrastro a toda prisa. Cerró la puerta con brusquedad. Llevaba unas cajas, al parecer, bastantes pesadas encima. Cargó todo en el baúl y se marchó.
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vecinos que se odian, amigos y amor de adolecentes, extraños habitantes
Editado: 31.01.2025