No vayas a casa

Capítulo 03: ¿Me oyes?

—¿Qué te pasa hombre, por qué esa cara?

Vicente dio un respingo al sentir que estaba escuchando algo. Pero en esa cafetería, sentados a una mesa, sólo estaban Joaquín y él.

—No es nada, es sólo que...

"Te extrañé, Vicente. ¿Dónde estuviste todos estos años?”

Había sonado tan real, como si de verdad la voz estuviera cerca de él casi susurrando al oído.

—Cualquiera diría que viste un fantasma.

—No digas tonterías —replicó Vicente, sonriendo—, esas cosas no existen. Fue como si... no sé explicarlo.

Otra vez se quedó en silencio durante unos momentos; no era la primera vez en los últimos días que tenía algún recuerdo o sensación al respecto. Miró en el reloj de pulsera y vio la fecha, tomando conciencia real. No se había percatado del paso del tiempo.

—¿Qué pasa, hombre? Ya me tienes preocupado con esos silencios y esa cara.

—No me había dado cuenta.

—¿De qué?

Vicente bebió un poco más de café.

—Se trata de Dana ¿Te acuerdas que te conté sobre ella?

Joaquín hizo memoria durante una fracción de segundo antes de recordar; cuando lo hizo, asintió de forma solemne, tal como lo hacía ante los hechos que le parecían serios e importantes.

—Sí, claro que me acuerdo. La chica con la que tenían amoríos cuando eras un adolescente; me has contado de ella, la querías bastante.

—Sí, pero no te he contado toda la historia, me refiero a lo que me une a ella hasta el día de hoy.

—¿Y piensas que eso es lo que te tiene en otro mundo como ahora mismo?

—Puede ser —replicó Vicente—, no es una historia agradable en todo caso.

Joaquín le hizo un gesto a una de las chicas que atendían en el café, ante el que ella le guiñó un ojo. Él iba más seguido y siempre tomaba el mismo tipo de café, de modo que casi no tenía que hablar.

—Pues para eso están los amigos.

—Joaquín, este es un asunto muy personal.

—Vicente, por Dios —dijo el otro haciendo una mueca—, sabes que siempre puedes contar con mi discreción, sólo dime quién no tiene que saber esto.

—No se trata de eso, es sólo que me parece que es muy delicado. Mira, Dana era hija de una familia del mismo pueblo en donde yo vivía, San Andrés.

—Ese pueblo ya no existe ¿No?

 

La pregunta despertaba de forma inevitable los recuerdos; en realidad toda esa historia lo hacía. No extrañaba San Andrés, con sus calles pequeñas y la tierra por todas partes, ni la calle central que era el único sitio donde había algo de vida, con la pensión, la oficina del administrador del pueblo, la tienda de abarrotes, la obvia y pasada de moda oficina de correos y el restaurante en donde comía la mayoría. Un pueblo pequeño en las afueras de la capital, adonde se llegaba por una única ruta, que no era más que un paso entre la zona industrial previa y la carretera que conducía a zonas de sembradío posteriores; la única vez que ocurrió algo interesante, un hecho policial para ser más precisos, él no pudo presenciarlo, y con respecto a sus padres, los recuerdos buenos y malos de ellos persistían más allá del lugar físico en donde se encontrara, lo único que seguía siendo sólo de allí era ella.

—Hace algunos años el desarrollo se lo llevó, pero en realidad sigue existiendo, no es que lo hayan borrado del mapa.

—Ah.

—Ahora es un pueblo más grande, está asfaltado, y vive mucha más gente porque la industria ha crecido mucho; sólo dejaron el altar de Nuestra señora de la fe, porque desde luego quisieron preservarlo para los habitantes; vivíamos bastante cerca, considerando que estábamos en un pueblo pequeño, y la verdad, desde niños no tuvimos prácticamente contacto. Fue hasta que teníamos once que empezamos a hablar más.

—Pero eso fue antes que empezaran a tener amoríos.

—Desde luego —comentó Vicente con una sonrisa nostálgica—. Pero creo que eso fue lo principal que hizo que nos volviéramos cercanos, que cuando empezamos a tener contacto éramos básicamente chicos, así que jugábamos y vivíamos en nuestro mundo sin mayores complicaciones. Empecé a ir a casa de sus padres, todas las tardes como si fuera parte de mi rutina diaria; salía de la escuela a las tres de la tarde, iba a ducharme y almorzar y salía disparado a la casa de los papás de Dana, y entraba por la puerta del garaje, en la parte de atrás. Siempre estaba el padre, o él y un amigo, trabajando en la vieja Ford Ranger del año noventa, y Dana jugando con las herramientas por cualquier parte, o armando castillos con trozos de madera o lo que sea. Para ellos era un alivio que yo llegara porque así ella no los molestaba, y para los dos era fantástico porque podíamos divertirnos sin tanta atención de los adultos.

La madre de Dana trabajaba en el restaurante del pueblo, llegaba tarde pero siempre de buen humor; siempre fue muy simpática conmigo, nos daba jugos de fruta natural y me mandaba a casa con ropa extra si hacía frío, aunque yo sólo tenía que caminar un par de metros. Un día, cuando teníamos catorce, es decir tres años después de empezar a tratarnos, su madre llegó a casa mientras nosotros estábamos en la plaza del pueblo, y encontró a su esposo muerto, por un ataque fulminante al corazón. Fue un periodo muy duro para ella, sobre todo porque la madre se dio a la bebida, y las cosas comenzaron a ir de mal en peor.



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En el texto hay: misterio, paranormal, terror

Editado: 03.11.2020

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