—¡Vosotras, las mujeres, sois todas iguales! Astutas, crueles — farfullaba mi compañero de mesa, tambaleándose mientras apuraba su quinta jarra de licor—. ¡Capaces de cambiar de hombre en cuanto aparece una opción mejor!
—¡Y vosotros, los hombres, unos cerdos con cuernos! —replicaba yo, igual de bebida, mientras me restregaba el colorete y el carmín por la cara—. ¡Con tal de que una os menee un poco el culito ya vais detrás, babeando como perros! ¡Y luego vais y os casáis con ellas, mientras a las chicas fieles nos mandáis al cuerno, diga lo que diga el mundo!
Estaba bebiendo con un desconocido en alguna taberna cutre cuyo nombre ni me molesté en mirar. Mi prometido me había traicionado. Lo amaba con locura. Y no, no fue hoy ni ayer, sino hacía ya un par de meses. Casi lo había superado. Casi... ya no sentía aquellas garras rasgándome el pecho.
Pero hoy, al comprar unas hierbas para mis pociones, escuché la “maravillosa” noticia: Konrad —mi ex— le había pedido matrimonio a aquella bruja con la que me engañó. Y me sentó tan mal, me dio tanto asco, que sin pensar eché a correr, alejándome de la plaza del mercado, de la gente, de todo. No quería oír ni una palabra más sobre esa fastuosa boda que se avecinaba. Porque claro que sería fastuosa —Konrad era un nerom, de sangre azul, por así decirlo. Rico, influyente, guapo… y un cabrón de cuidado, como descubrí demasiado tarde.
Así fue como acabé en aquella taberna apestosa, con olor a cerveza rancia, y conocí a mi borracho interlocutor. Quién era, de dónde venía, su nombre... me daba absolutamente igual. Llevaba la cara medio oculta bajo la capucha y se emborrachaba como si no hubiera un mañana. Solo había un sitio libre y era justo a su lado.
Al principio no hablamos. Solo bebíamos. Pero después de varias rondas empezamos a murmurar cosas. Bueno, más bien a mascullar. Hasta que, no sé quién fue primero, uno de los dos comentó algo de lo que murmuraba el otro. Y así, poco a poco, nos enzarzamos en una discusión absurda sobre hombres y mujeres. Él despotricaba contra las mujeres porque su novia se había metido en la cama de un ricachón —o "prostituto de lujo", como él le llamaba— y yo contra los hombres.
—¿Fieles? —se reía con una voz ronca—. ¿Dónde vas a encontrar mujeres fieles hoy en día? ¡Solo en las novelas, y gracias! ¡Todas unas arpías!
—¡Ja! ¡Las mujeres amamos hasta el final! ¡Con desesperación, sin límites! ¡Vosotros, en cambio, solo pensáis con la entrepierna, da igual con quién!
—Como si vosotras no pensarais en eso también —soltó una carcajada alcohólica que terminé por seguir.
Quién sabe si fue por el alcohol o por pura histeria, pero me reí con él. Aunque, sinceramente, jamás hubiera estado de acuerdo con lo que decía.
Bebimos hasta perder el habla. Y en vez de volver a casa, me fui a dormir a la primera habitación libre de la taberna. Bueno, la única que quedaba, para ser exactos. Era cutre, pero me daba igual. Me daba igual incluso que mi compañero de borrachera acabara allí conmigo. Había más borrachos que camas disponibles.
Lo que pasó después… es difícil de decir. Creo que intentamos seguir hablando, incluso nos despejamos un poco. Pero luego… todo se volvió borroso. Como cubierto de niebla.
Lo único que recuerdo con claridad es el despertar. Un dolor de cabeza infernal, un asco tremendo… y de pronto, darme cuenta de que estaba en la cama con aquel tipo de la noche anterior. ¡Desnuda! Y que en mi brazo izquierdo, recorriéndolo de arriba abajo, brillaba un tatuaje nupcial de líneas negras. Y en su brazo derecho, el mismo dibujo. El mismo maldito tatuaje.
¡Por todos los Dioses Sagrados! ¿Cómo he podido meterme en semejante lío? ¿Cómo he podido atarme de por vida a un desconocido que conocí en una taberna de mala muerte? ¡Y encima pasar la noche con él! A juzgar por la absoluta falta de ropa en ambos, no hay mucho margen para la duda.
Me quedé mirando fijamente el tatuaje, buscando desesperadamente alguna señal de que no era lo que temía. Pero no… ninguna esperanza. Así que me atreví a mirar al hombre con el que ahora —maldita sea— estaba casada.
Tenía un cuerpo impresionante, esculpido como por un artista con una obsesión por la perfección: hombros anchos, brazos fuertes, manos curtidas. Una melena negra y espesa le cubría la cabeza. No alcanzaba a verle la cara… hasta que, justo entonces, se giró dormido. Y yo salté de la cama como si me hubiera picado una víbora.
¡Raven Da’Kort!
Mago. Príncipe de nuestras tierras. Según los rumores, exiliado o fugado —nadie lo sabía con certeza. ¿Qué demonios hacía en una taberna tan sucia y miserable?
Sin pensar ni un segundo, me puse el vestido arrugado, me envolví en la capa y oculté el rostro. Salí huyendo de allí como alma que lleva el diablo.
Ignoré por completo al empleado de la taberna. Crucé la puerta y eché a correr sin rumbo fijo. Tropezaba con la gente sin pedir disculpas, solo con una idea martilleando en la cabeza: “Lejos. Tengo que irme lo más lejos posible.”
El corazón me retumbaba en el pecho como un tambor de guerra. Los pulmones me ardían. Las piernas, sin embargo, seguían llevándome como si tuvieran voluntad propia. Ni siquiera sabía que tenía tanta adrenalina en el cuerpo, ¡con lo poco atlética que soy! Vamos, que soy boticaria, no soldado. Pero esta vez todo fue distinto.