Noche Casual, o El Príncipe de la Taberna

1.2

El hombre tenía un aspecto fresco y lleno de energía, como recién salido de la ducha matutina, bien peinado y vestido con ropa limpia. Todo lo contrario que yo. Desde que me había levantado corriendo por la mañana, no había tenido tiempo ni siquiera de arreglarme un poco. Mi largo cabello estaba enredado y revuelto, sin rastro alguno de la trenza que había llevado antes. Incluso parecía haber perdido su tono chocolate para asemejarse más al color de un charco de barro. Además, tenía la cara tan arrugada como mi vestido, que tampoco había podido cambiar desde el día anterior.

¡Menuda belleza estaba hecha! Y así pretendía presentarme ante un príncipe. Seguro que, tal y como canturreaba soñadoramente Sofí, él inmediatamente me tomaría por su esposa y se enamoraría perdidamente de mí. ¡Sí, claro!

—Distráele un momento —le susurré a mi amiga—. Yo voy a salir por la ventana del segundo piso.

Por desgracia, esa era la única ventana que se abría por completo. Sofí se había quejado varias veces de que había comprado la casa con demasiada prisa y no había comprobado bien todo antes de firmar.

—¿Pero tú has perdido la cabeza o qué? ¿Piensas que si ha venido hasta aquí a buscarte luego no va a encontrarte otra vez? ¡Neyri, Da’Kort es un mago!

Por supuesto, tenía razón, pero yo no estaba dispuesta a rendirme tan fácilmente. Podía llegar al templo de Oletro en un día si iba a caballo. Y quizá allí los sacerdotes pudieran ayudarme. Da’Kort y yo no habíamos hecho ningún juramento de fidelidad ni habíamos dado nuestro consentimiento para casarnos, así que aún mantenía una diminuta esperanza de que el matrimonio pudiera anularse. Solo tenía que escapar de ese hombre.

—Dile que me estoy arreglando —le susurré a Sofí al oído, mientras Da’Kort ya golpeaba con insistencia la puerta—. No se atreverá a entrar en el dormitorio de una chica desnuda.

—¿Te has olvidado de que esa chica es su esposa? —me espetó mi amiga, apretando nerviosamente la falda de su vestido—. Puede que sí se atreva.

—¿Y si no lo hace? ¡Por favor, Sofí!

Ella suspiró profundamente, asintió con resignación y gritó hacia la puerta:

—¡Un momento, ahora mismo voy! —y luego bajó la voz hasta convertirla en un susurro apresurado para advertirme—: Estás a punto de cometer una estupidez. Pero, al menos, ten cuidado, ¿vale?

Nada más marcharse Sofí a abrir la puerta, yo salí disparada escaleras arriba. No podía perder ni un minuto de mi precioso tiempo. Si mi amiga no conseguía entretener al príncipe, ni siquiera llegaría a encaramarme al alféizar, mucho menos a bajar por las ramas del árbol que creci¡a junto a la casa.

Sin embargo, parecía que la fortuna al fin sonreía a mi favor, porque antes de alcanzar la habitación oí un tono bastante amigable en la conversación. Al parecer, Da’Kort no tenía intención de perseguir a su esposa improvisada y había decidido quedarse abajo.

Animada por mi suerte, abrí las hojas de la ventana y subí al alféizar. El sol de verano ya calentaba con fuerza, sus rayos se filtraban entre las espesas hojas, dibujando sombras caprichosas sobre el suelo. La naturaleza rebosaba vida, los aromas de flores y hierba fresca flotaban en el aire y el zumbido de las abejas llenaba el ambiente. Por suerte, el árbol junto a la casa de Sofí no era frutal; no me apetecía que las abejas me picaran en plena huida.

Con mucho cuidado, sujetando la falda de mi vestido con una mano, estiré la pierna para alcanzar una rama gruesa, pero estaba más lejos de lo que había calculado. Así que, reuniendo todo el valor que me quedaba, salté hacia adelante y sentí la corteza rugosa bajo mis pies descalzos. La rama se balanceó bajo mi peso inesperado, pero era lo bastante robusta como para sostenerme.

Fui bajando como pude, agarrándome a unas ramas y pisando otras. Lo único que no había previsto en mi pánico era el vestido. Y, como era de esperar, la falda se enganchó y, al perder el equilibrio, resbalé y caí. Ni siquiera tuve tiempo de asustarme o gritar. Solo me pasó una idea fugaz por la cabeza: ¡que no me rompiera nada!

Pero en lugar de estrellarme contra el suelo, aterrizé en los brazos firmes de Da’Kort, que de algún modo milagroso había llegado justo a tiempo para atraparme. Detrás de él, oí la voz asustada de Sofí, que corría hacia nosotros.

—¡Neyri! ¡Neyri, ¿estás bien?!

—Neyri, ¿eh? —la voz grave y aterciopelada del hombre me provocó un escalofrío en la piel.

Me miraba fijamente con sus ojos de un color caramelo claro, que bajo el sol adquirían un matiz dorado. Su mirada era intensa, como si quisiera grabar mi rostro en su memoria. Yo, por mi parte, le devolvía la mirada con horror y esperaba lo peor.

—¡Neyri!

Sofí llegó hasta nosotros, pero al ver que Da’Kort no parecía dispuesto a soltarme, se detuvo bruscamente.

—Estoy... estoy bien —balbuceé al fin, bajando los ojos, avergonzada.

Intenté librarme de su agarre, pero fue en vano. Me sujetaba como con un cepo.

—Vaya, vaya —dijo Da’Kort, divirtiéndose con mi frustración. Sus ojos brillaban con un destello travieso, y en su voz se percibía un tono de burla—. Aún te quedan fuerzas para salir corriendo. Me parece que anoche no me esmeré lo suficiente. Tendré que remediarlo.

Su comentario me hizo enrojecer como un tomate, y el corazón se me desbocó. Sus palabras fueron tan directas que me quedé paralizada, mirándole en un mutismo absoluto, abrumada entre la vergüenza y la indignación. Aunque, en el fondo, no podía evitar un atisbo de cómplice estremecimiento, por más que me empeñara en negarlo.

Al menos, pensé, mirándome como me miraba, no parecía sentir repulsa alguna, y eso ya era algo.

—No hace falta —intenté sonar más segura de lo que me sentía—. Por favor, déjame en el suelo.

—¿Para que vuelvas a salir corriendo? No, bonita. Ya he corrido bastante por hoy —gruñó con evidente satisfacción—. Vámonos a casa... —añadió, subrayando con intención—, esposa mía.




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