Noche y niebla

1

 

Observo mi reflejo en el espejo, casi no me reconozco.

La barbilla cuadrada, rasgos duros, nariz torcida y ojos apagados. Escarbo profundamente en mi alma, más allá del iris opaco y no detecto ni rastro de aquel niño alegre que fui. Nada. No veo más que la nada, ni la inocencia ni los sueños ni el anhelo de libertad. Mi cabello se entrelaza con hilos de color plata y mi rostro está surcado por las calles que he recorrido. La chaqueta, que cubre mi cuerpo deteriorado a causa del tiempo y los dolores que la vida me ha obsequiado, me hace parecer aún más viejo y cansado de lo que estoy.

Miro los números tatuados en mi muñeca y me pregunto por dónde podría empezar a contar esta historia: si tiene un verdadero inicio, si todo aquello tiene sentido, y sobre todo cómo explicar el horror y el terror de aquello que fue, a quien no lo vivió en carne propia.

Con gran dificultad trato de ordenar las ideas en mi cabeza. Mi memoria ya no es la que solía ser, y Ben solo tiene 17 años.

—Abuelo, entonces, ¿me cuentas o no esta historia? —refunfuña, incapaz de esperar.

Le sonrío y con calma me acomodo en mi butaca con la ayuda de mi fiel bastón.

—Es una historia larga, muy larga… ¿Tendrás la paciencia suficiente para escucharla toda? —le pregunto sonriendo dulcemente. Es un chaval curioso y cada día se parece más a su padre.

—¡Hombre, claro que sí, ya no soy un niño! —asiente enérgicamente con la cabeza pretendiendo potenciar su afirmación.

—¡De acuerdo! Pero, antes que nada, debes aclararme una cosa.  ¿Estás seguro de querer saberlo todo? Hay cosas que podrían no gustarte, o podrían turbarte.

—Sí, abuelo, todo, ya soy un hombre y, como dice mi profesora de historia, ¡debemos conocer nuestro pasado si queremos construir un futuro mejor!

—¿Incluso si algunas cosas te parecen extrañas?

—¡SÍ!

—Entonces podemos empezar, pero luego no digas que no te advertí.

—¡Abuelo, espera, espera! Tengo que encender la videocámara. También quiero advertirte que de vez en cuando te interrumpiré para hacer un cuadro histórico. Quiero que mi trabajo esté bien hecho y que sea lo más interesante posible. Pero ¡no te preocupes! Cuando haya terminado podré borrar aquellas partes que no te gusten.

Se levanta del sofá en el que se había acurrucado y coloca con gran profesionalidad la videocámara en el trípode.

Anna se me arrima y me acerca una taza de café humeante. La miro a los ojos agradeciéndole silenciosamente. A pesar de los estragos del tiempo sigue siendo una mujer bellísima.

—¿Estás seguro de querer realmente hacerlo? —me pregunta, francamente preocupada.

La miro de reojo.

—¡Anna, estamos en el 2005!

—¡Sí, pero solo tiene diecisiete años!

—Tiene que saberlo, en aquella época tú solo tenías catorce.

—¿Piensas que creerá las historias de un lunático y adorable anciano de 90 años?.

—¡Claro que me creerá!

Un sonido de pasos apresurados en el corredor interrumpe nuestra conversación.

Apoyo la taza en la mesa, al costado de la butaca, y el pequeño David nos acompaña.

—¿Qué es lo que pasa? —pregunta intrigado.

—El abuelo debe contarme una historia, es para un proyecto del cole —se apresura a recalcar Ben.

—¿Puedo escucharla yo también?

—¡Tú tienes que terminar los deberes! —interviene Anna, cogiéndolo dulcemente de la mano y animándolo a abandonar la habitación con ella.

—¡Uff que rollo! —protesta el pequeño, mientras se encaminan a la cocina.

Una vez solos, Ben me mira a los ojos y me hace un gesto de aprobación. Una luz roja se enciende y la videocámara enfoca mi rostro. Respiro hondo, pero antes de empezar a narrar la historia, Ben toma la palabra para introducir su DocuFilm.

 

 

 

 




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.