Noche y niebla

2

 

27 de febrero de 1933.

 

En Berlín la noche es fría, silenciosa y extrañamente tranquila.

El cielo está despejado y colmado de estrellas, el aire helado del duro invierno alemán acaricia el rostro de los transeúntes haciéndoles tiritar de frio. La temperatura externa marca aproximadamente dos grados bajo cero, y aún así un hombre inmóvil delante de las puertas de la residencia del presidente Hermann Göring, está sudando. Su rostro firme y decidido, su mandíbula cuadrada, los ojos inexpresivos fijos en el mapa que lleva en la mano. Lo ha estudiado con tanta cautela que se lo sabe de memoria; podría haber descrito, sin error alguno, cualquier particularidad.

Inclina su cabeza primero a un lado y luego al otro haciendo crujir los huesos del cuello. Con la mano derecha se masajea el bíceps dolorido, luego se plancha el pecho de la camisa oscura con las manos, antes de poner en marcha su plan. Todo ha sido dispuesto minuciosamente, preparado y estudiado hasta en los más mínimos detalles, de manera que no se corra el riesgo de tropezar con algún inconveniente o sorpresa.

La residencia de Göring es la única vía de acceso al edificio del Reichstag cuando el parlamento se encuentra cerrado, es así como Karl Ernst, líder de las SA de Berlín, aquella noche se introduce junto a poquísimos fieles de las tropas de asalto, dentro de los conductos centrales de calefacción de la residencia del presidente, para llegar sin ser observado al interior del edificio.

Son hombres muy bien entrenados, capaces de todo con tal de terminar la tarea confiada.

Recorren con dificultad los angostos conductos. Una vez alcanzado el extremo opuesto del túnel, arropados por un silencio fúnebre, rocían con gasolina y otras substancias químicas inflamables todo aquello que les rodea.

Una vez conclusa la tarea asignada, recorren el conducto en dirección opuesta para luego abandonar la residencia y dispersarse ávidamente por las calles de la ciudad, orgullosos de haber cumplido su objetivo, súbditos fieles de aquella esvástica negra cosida en el brazo y en el alma.

A las 21:14, ni un minuto más ni un minuto menos, una estación de bomberos de Berlín recibe la alarma: la sede del parlamento alemán ardía. Un cuerpo de bomberos se encamina frenéticamente hacia el lugar del desastre, mientras las llamas suben hacia el cielo, casi tocando las estrellas, únicas, tímidas y silenciosas testigos de lo que realmente había sucedido aquella noche.

A cierta distancia, un joven holandés observa hipnotizado aquellas danzas espectrales que las largas lenguas de llamas azules y rojas pintan en el cielo, rasgando la oscuridad de la noche.

Tan pronto como las fuerzas del orden llegan, una gran explosión devora en llamas el aula de los diputados. El cuerpo de bomberos empieza inmediatamente a extinguir el fuego, tratando de salvar todo lo salvable.

Karl Enst, ya lejos, goza de los lejanos sonidos de las sirenas y del parloteo de la gente que se apelotona en la calle, preguntándose qué es lo que está ocurriendo. En sus rostros el terror y el pánico es más que evidente. La misión ha sido brillantemente ejecutada: el objetivo real era causar desconcierto y caos en la ciudad con el fin de permitir a Adolf Hitler y a sus secuaces obtener el dominio absoluto.

No es casualidad, que la noche de fin de año, Hitler jure a uno de sus mayores seguidores, Ernst Hanfstaengel, que 1933 será el año del cambio. Es consciente que debe actuar con prudencia porqué el partido está pasando por una fase complicada, pero Hitler es un hábil orador y un gran líder de masas, y no le resulta difícil obtener el cargo de canciller, el 30 de enero del mismo año.

Es así como el nacionalismo empieza a conquistar poder.

Mientras los bomberos hacen malabarismos para dominar el incendio, la policía inmediatamente se moviliza en busca de alguna pista; poco después encuentran a Marinus Van Der Lubbe escondido detrás del edificio, medio desnudo y sucio de humo. Exactamente en aquel momento llegan Adolf Hitler y Herman Göring. Los gendarmes arrastran al joven delante de ellos asegurando haber encontrado al responsable del incendio. Los dos, aprovechándose de dicha situación aventajada —siendo Van Der Lubbe un conocido comunista—, Göring asegura que el incendio solo puede ser obra de los comunistas y hace arrestar a los jefes del partido. Hitler declara estado de emergencia e incita al viejo presidente Paul Von Hidenburg a firmar el decreto del incendio de Reichstag, que deroga la mayor parte de los derechos civiles proporcionados por la Constitución de 1919 de la república de Weimar. Según la policía, Van Der Lubbe afirma haber provocado el fuego en protesta contra la expansión del poder nazi. Bajo tortura, confiesa nuevamente, y es conducido a juicio junto con los líderes del partido comunista a la oposición. Con los propios jefes en prisión y sin acceso a la prensa, los comunistas son fuertemente derrotados en las elecciones sucesivas. A aquellos diputados comunistas (y algunos socialdemócratas) que son electos al Reichstag, las SA no les permiten posicionarse en el parlamento. Hitler es impulsado al poder con un 44% de votos y exige a los partidos menores a darle la mayoría de dos tercios para su decreto de pleno poder, que le da derecho a gobernar por decreto y a liquidar muchas libertades civiles.

En el proceso de Lipsia, celebrado ocho meses después, Van Der Lubbe es declarado culpable y condenado a muerte. Es decapitado el 10 de enero de 1934, tres días antes de su vigésimo quinto cumpleaños.

La noche del 27 de febrero de 1933 marca el inicio del poder nazi en Alemania. Adolf Hitler después de lograr la mayoría parlamentaria con el partido nacional del pueblo alemán, empieza a revelarse como el hombre destinado a crear una Alemania nueva. Trece años después de que el partido nazi admita públicamente el deseo de separar la raza judía de la raza aria, el 23 de marzo, la ley atribuye a Hitler de facto el derecho a gobernar y legislar sin la necesidad del consentimiento del Reichstag. Es así como se da luz verde a la pesadilla de las leyes raciales.




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