Nosotros en cuarentena

1

Discreta enemistad 

Nick me odiaba. 

Nunca me lo había dicho, pero aprovechaba cada oportunidad que tenía para demostrarlo. Si mi madre lo invitaba a él y a los otros niños a almorzar a casa, no me dirigía la palabra; cuando nos encontrábamos de camino a la escuela, procuraba ir por la otra acera, y, si en la infancia mi pelota caía en su jardín, fingía no haber visto nada y no se molestaba en devolverla. Su odio había llegado a extremos tan ridículos que incluso se alejaba de la ventana cuando se nos ocurría asomarnos al mismo tiempo. 

Nick era un tipo raro. 

Al principio, trataba de recordar si acaso lo había ofendido alguna vez; sin embargo, por mucho que lo meditara, no podía evocar un solo momento en que le hiciera algo desagradable. Por el contrario, yo había tratado de ser amable con él. Si sabía que vendría a almorzar, me aseguraba de que mi madre prepara suficientes galletas de chocolate, porque sabía que esas le gustaban, y cuando faltaba al colegio, iba a llevarle los deberes hasta su casa. Pero Nick se esmeraba en pretender que yo no existía. 

Con el tiempo, mis ganas de ser una buena vecina terminaron por convertirse en simple indiferencia. Lo que Nick hiciera con su vida no tenía nada que ver conmigo. Dejé de saludarlo cuando me cruzaba con él por la calle y le dije a la maestra que no volviera a usarme como la chica del delivery para sus cuadernos. 

Habíamos aprendido a ignorarnos mutuamente. Si él quería pasarse la vida sin mostrar interés por nada, con esa actitud amargada, allá él. Yo nunca volvería a ofrecerle una sonrisa o tratar de encontrar algo que tuviésemos en común. Si Nick había decido odiarme, entonces y fingiría que él no existía. Y fue fácil, hasta ese día. 

Por eso, cuando encontré a Nick sentado en mi sala, con dos mochilas a cada lado del sofá, me sentí morir. Mi madre me dirigió una mirada de reproche, desde donde estaba, apoyada en el marco de la puerta. 

-¿Puedes esperarme en la cocina, cielo?-preguntó-Ya sabes dónde está. 

Nick asintió y se alejó hacia la cocina. Mi madre se cruzó de brazos, no tenía que decir nada para que yo supiera lo que estaba pasado. Le había escuchado discutir sus planes con mi padre hacía unos días atrás, cuando los rumores de una posible cuarentena empezaron a circular. 

-Esto es una locura-murmuré. 

-Sam, sabes que necesitan ayuda-replicó ella, con voz amable.

Por supuesto que lo sabía. Cuando mis padres compraron la casa, esperaban un vecindario tranquilo para empezar una familia. El nuestros les pareció un vecindario perfecto, con una escuela cerca y un parque detrás de su propiedad; sin embargo, lo que no esperaban era que la casa del costado fuera un hogar de acogida. A los seis de la mañana, los despertaban los gritos de los siete niños que cuidaban la pareja de al lado, mientras se preparaban para ir al colegio, o el bullicio de las tardes cuando se ponían a jugar. Aun así, mis padres decidieron que les gustaba el lugar y se quedaron. 

Hemos visto ir y venir a muchos chicos, los Keith los cuidan hasta que cumplen dieciocho o diecinueve años y luego los ven partir. A mí siempre me han gustado, suelen ser divertidos y amables, porque los señores Keith los tratan como si fueran sus hijos de verdad. Pero Nick es diferente. 

-¿Solo él?-pregunté. 

¿Por qué, de los seis chicos que están cuidando los Keith, tenía que ser Nick? 

-Gabriel, Lucia y Nick-dijo mi madre-Espero que no te importe compartir habitación. 

Abrí mucho los ojos. 

-¿Qué clase de madre quiere que su hija adolescente comparta cuarto con un chico de su edad?-pregunté, honestamente sorprendida. 

Mi madre frunció el ceño, enojada de repente. Así era mamá, dulce y hermosa la mayor parte del tiempo, pero si se enojaba, me daba miedo. Solo cuando cambió la expresión de su rostro, me di cuenta de lo estúpido que había sido el comentario. 

-Con Lucia, compartirás tu habitación con Lucia-dijo. 

-Ah, no me molesta-murmuré. 

Mi madre se sentó en el sillón, yo me dejé caer a su lado y apoyé mi cabeza en su hombro. Esto debía de ser difícil para ella también. Mi habitación era tan grande que tranquilamente podríamos haber entrado cuatro en ella, por eso no me habría sorprendido que todos compartiéramos el cuarto. Además, nunca pensé que mamá dejaría que esa habitación se utilizara. 

-Serás linda con ellos , ¿verdad?

-Por supuesto-dije-Lucia es una buena amiga y el pequeño Gabriel... eso es, solo un niño pequeño.

Mamá suspiró. 

-Con todos, Samanta-dijo. 

Yo casi, casi siempre era buena. 

Contuve las ganas de gritar. Antes de que pudiera decir nada más, el pequeño Gabriel entró corriendo a la sala y, encantado, se abalanzó sobe mí. Lo senté sobre mis piernas. Era un niño de seis años, muy dulce. 

-Confío en ti-dijo mi madre en mi oído, antes de levantarse a hacer la cena-Después de todo, ustedes saben cómo ser enemigos discretos. 

Los señores Keith habían estado teniendo problemas para mantener a los chicos, desde que la señora se lastimó el brazo en un accidente y tuvo que dejar de trabajar. Ahora, con la cuarentena, su situación económica empeoraría. Por eso mis padres se habían ofrecido a acoger a tres de los chicos durante un tiempo. Me gustaba Gabriel y Lucia, tímida  y discreta, era una compañía encantadora. La casa iba a estar bastante más animada, mientras la oscura energía de Nick fuese ignorada. Me quedé en el sillón, jugando con el cabello de Gabriel, que me contaba lo emocionado que estaba por vivir conmigo todo lo que durara la cuarentena. Él no entendía qué estaba sucediendo exactamente, pero había decidido que le gustaba. Por ahora. 

Cuando la cena estuvo lista, nos sentamos a la mesa. Mi madre había hecho goulash, su especialidad, y cómo no, galletas de chocolate como postre. Así que ahí estábamos, comiendo en extraño silencio. 




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