Jugar el clásico es una experiencia que no se compara con nada. Durante la semana previa de ese acontecimiento ya se sienten unas vibras tensas, emocionantes.
Desde que amanece, el ambiente se siente diferente, como si el aire estuviera cargado de electricidad. Sabés que no es un día común y corriente, es el día del partido que todos esperan, el que marca la diferencia, el que te define como jugador y como hincha. Las calles, desde temprano, se llenan de banderas y camisetas con los colores de nuestro equipo, los colores que llevamos en el corazón. Es como si toda la ciudad se pusiera de acuerdo para vestir la misma camiseta, para gritar con una sola voz. La rivalidad se respira en todos lados, pero también está ese respeto profundo por la historia y la tradición que envuelve este encuentro.
Hoy, al llegar al estadio, sentí un cosquilleo en el estómago, una mezcla de nervios y adrenalina. Sabés que en estos partidos no hay margen de error, que cada minuto del juego es una batalla. Los ojos del mundo están sobre nosotros, esperando cada jugada, cada gol, cada error. Desde el vestuario, se escucha el murmullo de la hinchada, los cánticos que no paran de sonar, como un himno interminable que te llena de energía. Y cuando pisás la cancha, te das cuenta de que todo lo que hiciste hasta este momento te preparó para estar acá, en este lugar, defendiendo estos colores.
El pitazo inicial es como un disparo que marca el comienzo de la guerra. La intensidad de un encuentro así es incomparable. Cada choque, cada regate, cada pelota dividida hacen vibrar mis huesos. Sabés que no hay espacio para dudar, que tenés que dejarlo todo en cada jugada. El clásico no es solo un partido, es una declaración, una muestra de quién sos y de qué estás hecho. Sentís el peso de la camiseta, pero también te da fuerzas, te impulsa a ir más allá de tus límites. Cada vez que la pelota llega a mis pies, siento la responsabilidad de no defraudar a todos los que están en las tribunas, a todos los que están siguiendo el partido desde sus casas, con el corazón en la mano.
Los minutos pasan y la tensión aumenta. El marcador puede cambiar en cualquier momento, y sabés que un solo gol puede definir el resultado, puede desatar la euforia o el llanto. Pero más allá del resultado, lo que realmente importa es cómo jugás, cómo defendés los colores que llevás puestos. Sabés que después del pitazo final, lo que va a quedar grabado en la memoria no es solo el marcador, sino el honor de haber estado en la cancha, de haber luchado hasta el último segundo.
Al final, todos sabemos que el resultado no siempre define quién sos, pero el honor de defender estos colores siempre queda grabado en el alma. Es un privilegio que no se puede describir con palabras, es algo que se siente, que se vive. Saber que fuiste parte de un clásico, que dejaste todo en la cancha por tu equipo, es algo que te llevás para toda la vida. ¡Qué privilegio es jugar este tipo de partidos! Y qué orgullo es saber que, pase lo que pase, el amor por estos colores va a seguir intacto, más fuerte que nunca.