Notas de un futbolista

Nota 12: La Expulsión

Hay un momento que ningún jugador quiere vivir, pero que, tarde o temprano, le toca enfrentar a casi todos. La expulsión... Está es como una puñalada en el corazón, un golpe seco que te deja sin aliento.

Sentir que dejás a tu equipo en desventaja es una carga difícil de llevar, un peso que te aplasta el pecho y que no te deja respirar tranquilo. Todavía tengo grabado en la memoria aquel instante en que el árbitro levantó la cartulina roja. Fue como si el tiempo se detuviera, como si el mundo entero se desmoronara en ese preciso segundo. Todo se volvió oscuro, el ruido de la hinchada se apagó, y solo quedó un vacío abrumador.

El camino hacia los vestuarios se convirtió en una caminata solitaria, una marcha que parecía interminable. Cada paso era más pesado que el anterior, cargado de remordimientos, de preguntas sin respuestas. ¿Por qué reaccioné así? ¿Cómo pude ser tan ingenuo? La imagen de mis compañeros en la cancha, luchando con un hombre menos, no me abandonaba. Sabía que los había dejado en una situación complicada, y eso me carcomía por dentro. El fútbol es un deporte de equipo, y en ese momento sentí que los había traicionado, que les había fallado cuando más me necesitaban.

Pero el fútbol también enseña a levantarse después de caer, a seguir adelante a pesar de los tropiezos. No es solo un juego de habilidad y estrategia, sino también de carácter y resiliencia. Acepté mi error, lo digerí con amargura, y me prometí a mí mismo que aprendería de él. Sabía que no podía cambiar lo que había pasado, pero sí podía decidir cómo reaccionar ante esa situación. No podía permitir que una expulsión definiera mi carrera, ni mi amor por este deporte. Tenía que volver más fuerte, más sabio.

Mis compañeros, esos mismos a quienes sentí que había defraudado, me dieron una lección de lo que significa el verdadero compañerismo. En lugar de recriminarme o hacerme sentir peor, me apoyaron, me levantaron el ánimo cuando más lo necesitaba. Sus palabras de aliento fueron el combustible que me dio fuerzas para regresar a la cancha con la frente en alto. Ese apoyo incondicional me recordó por qué amo tanto el fútbol, por qué este deporte es mucho más que un simple juego. Es una familia, una hermandad.

La expulsión fue un golpe duro, un mazazo al ego y a la confianza, pero también una lección de humildad y responsabilidad. Aprendí que, en la cancha, no solo se juega con los pies, sino también con la cabeza y el corazón. Ahora sé que debo controlar mis emociones, que no puedo dejarme llevar por el calor del momento, porque cada acción tiene consecuencias para el equipo. Aprendí a pensar antes de actuar, a tener en cuenta siempre los intereses del equipo y no solo pensar en los míos.

Cada partido es una oportunidad para demostrar que aprendí de mis errores, para mostrar que soy un jugador más maduro, más consciente de lo que está en juego. Ahora, cada vez que piso el césped, lo hago con una nueva perspectiva, con la certeza de que no solo juego por mí, sino por mis compañeros, por la camiseta, por los hinchas que nos siguen en las buenas y en las malas. Y eso, más que nada, me impulsa a ser mejor, a no repetir los mismos errores, a ser un líder dentro y fuera de la cancha. Porque el fútbol, al final del día, no se trata solo de ganar o perder, sino de cómo te levantás después de caer.




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