Mi primer aprendizaje en el fútbol fue una lección que me marcó para siempre: el trabajo duro y la disciplina son fundamentales para alcanzar cualquier sueño. Desde chico, la cancha se convirtió en mi escuela, y cada entrenamiento, en una oportunidad única para mejorar, para pulir esos detalles que hacen la diferencia. Recuerdo cómo todo empezó, cuando a los seis años pateaba una pelota en el potrero del barrio, imaginando que jugaba en la Bombonera o en el Monumental, con miles de personas alentándome desde las gradas. En ese entonces, no sabía mucho de tácticas ni de estrategias, pero sí entendía que si quería llegar lejos, tenía que esforzarme como nunca.
El apoyo de mi familia fue crucial en esos primeros pasos. Mi viejo, hincha fanático del fútbol, fue el primero en inculcarme esa pasión. Siempre estaba ahí, en cada partido, en cada entrenamiento, alentándome, pero también exigiéndome que diera lo mejor de mí. Me repetía una y otra vez que el talento no era suficiente, que el sacrificio y la constancia eran lo que diferenciaban a los buenos jugadores de los grandes. Esa fue una de las primeras cosas que aprendí: que no importaba cuántas veces cayera, lo importante era levantarme y seguir adelante, con la cabeza en alto y los botines bien puestos.
Los entrenadores también jugaron un papel fundamental en mi formación. Fueron ellos quienes me enseñaron los valores del respeto, la humildad y el trabajo en equipo. Recuerdo las charlas en el vestuario, cuando nos decían que el fútbol no es un deporte de individualidades, sino un juego en el que todos somos importantes, desde el arquero hasta el delantero, pasando por los suplentes y los que están en el banco. Aprendí que cada uno tiene un rol que cumplir, y que solo trabajando juntos se puede llegar al objetivo. Esa lección me quedó grabada y la llevo conmigo a cada lugar donde voy.
Cada partido fue una lección en sí misma. Las derrotas, aunque dolorosas, siempre me dieron una motivación extra para seguir adelante. Recuerdo la primera vez que perdimos una final, con lágrimas en los ojos, sintiendo que todo el esfuerzo había sido en vano. Pero fue en ese momento que entendí que las caídas son parte del camino, que sin ellas no hay aprendizaje, y que cada derrota es una oportunidad para levantarse más fuerte y con más ganas de ganar la próxima vez. Cada vez que caía, me decía a mí mismo que la próxima sería diferente, y que si seguía trabajando duro, tarde o temprano, la recompensa llegaría.
Las victorias, en cambio, me enseñaron que el esfuerzo realmente vale la pena. Esos momentos de gloria, cuando levantamos un trofeo o conseguimos un ascenso, son un recordatorio de que todo el sacrificio tiene su recompensa. Pero también aprendí a no conformarme, a no quedarme en la zona de confort, porque el éxito no es un destino, sino un camino que se recorre día a día, con cada entrenamiento, con cada partido.
El fútbol me dio las herramientas necesarias para enfrentar los desafíos de la vida con determinación y pasión. Me enseñó que los sueños no se cumplen de un día para el otro, sino que se construyen con cada paso, con cada gota de sudor que dejamos en la cancha. Este primer aprendizaje sigue guiando mi carrera, recordándome que el camino hacia el éxito está lleno de aprendizajes y oportunidades para crecer. Y aunque el camino sea largo y esté lleno de obstáculos, sé que con trabajo duro, disciplina y pasión, todo es posible.
Así que, cada vez que me pongo la camiseta, cada vez que salgo a la cancha, recuerdo esas lecciones que aprendí de pibe, cuando todo empezó. Y me doy cuenta de que el fútbol es mucho más que un juego; es una escuela de vida, un lugar donde se forjan los valores que nos acompañan para siempre. Porque al final del día, el fútbol no solo se trata de ganar o perder, sino de aprender, de crecer, y de dejarlo todo en la cancha, sabiendo que dimos lo mejor de nosotros.