Mi primera experiencia internacional en el fútbol fue un sueño hecho realidad, de esos que tenés desde pibe cuando pateás una pelota en la calle o en el potrero. Desde que tengo memoria, siempre soñé con la idea de vestir la camiseta de la selección, de llevar los colores de la bandera bien pegados al pecho y representar a mi país en un escenario global. Y cuando finalmente llegó esa oportunidad, me sentí en la cima del mundo. No puedo describir con palabras la emoción de recibir esa convocatoria, de saber que iba a ser parte de algo tan grande, de un evento que no solo une a los jugadores, sino también a millones de hinchas en cada rincón del país.
Recuerdo que las semanas previas al torneo fueron un torbellino de emociones. Por un lado, estaba la alegría y el orgullo de ser parte del equipo, pero por otro, también había una presión enorme. Sabía que no solo representaba a mi club o a mi ciudad, sino a todo un país que respiraba fútbol. Defender esos colores era un honor y una responsabilidad gigantesca. En cada entrenamiento, en cada charla con el cuerpo técnico, sentía el peso de esa responsabilidad, pero también la motivación de dar lo mejor de mí.
Una vez que llegamos al país anfitrión, todo se volvió aún más real. Estar en un país extranjero, con culturas, costumbres y estilos de vida tan distintos, fue una experiencia que me abrió la cabeza. Y cuando llegó el momento de enfrentar a jugadores de otras naciones, entendí que el fútbol, a pesar de ser un idioma universal, tiene muchas variantes. Cada selección tenía su propio estilo de juego, su propia manera de entender y vivir el deporte. Hubo que adaptarse rápido, entender que lo que en casa nos funcionaba de maravillas, en el ámbito internacional podía no ser suficiente.
Las noches en el hotel, compartiendo habitación con compañeros que ya eran como hermanos, fueron otro aprendizaje. Charlábamos horas sobre los partidos, sobre las jugadas que habíamos hecho y las que podíamos mejorar. Pero también hablábamos de la vida, de cómo el fútbol nos había llevado a lugares y experiencias que nunca habríamos imaginado. Esas charlas me enseñaron mucho sobre la importancia del equipo, de saber que no estás solo en la cancha, que cada uno de nosotros era una pieza clave para alcanzar el objetivo común.
El día del primer partido, salir al campo con la camiseta nacional fue algo indescriptible. El corazón me latía a mil, y cuando sonó el himno, sentí un escalofrío que me recorrió todo el cuerpo. Estaba representando a mi país, a mi gente, y no había margen para el error. Durante los 90 minutos, di todo lo que tenía, no solo por mí, sino por todos los que estaban en casa, frente a la tele, viviendo el partido con la misma intensidad.
Esa experiencia me enseñó la importancia de la dedicación y el sacrificio. Entendí que para llegar a ese nivel, había que dejar todo en la cancha, pero también fuera de ella. Cada entrenamiento, cada sacrificio, cada renuncia a momentos con amigos o familia, todo valía la pena cuando pisabas ese campo de juego con la camiseta de la selección. Aprendí que el fútbol no es solo talento, sino también trabajo duro, mentalidad y, sobre todo, corazón.
Desde ese momento, cada partido que juego, sin importar si es en el club o en un torneo internacional, lo vivo con la misma intensidad. Sé que estoy representando a algo más grande que yo, y eso me impulsa a seguir creciendo, a seguir mejorando. Mi primera experiencia internacional no fue solo un sueño cumplido, sino también un punto de partida. Me dejó con la certeza de que, con esfuerzo y pasión, se pueden alcanzar metas que parecen imposibles. Y sobre todo, me enseñó que representar a mi país es el mayor honor que puedo tener como jugador y como persona. Cada vez que vuelvo a ponerme la camiseta, lo hago con más orgullo, con más ganas, y con el compromiso de dar siempre lo mejor de mí, por mí, por mi equipo, y por todos los que siguen creyendo en nosotros desde casa.