El potrero es mucho más que una simple cancha de fútbol; es la cuna de los sueños, el lugar donde se forjan las primeras ilusiones y se comienzan a escribir las primeras páginas de lo que más tarde podría convertirse en una gran historia. Cuando pienso en el potrero, me vienen a la mente esos días interminables bajo el sol, corriendo descalzo por la tierra, sintiendo el calor del suelo y el viento en la cara, rodeado de amigos y vecinos que compartían la misma pasión por la pelota.
Allí, en esas canchas improvisadas, se respiraba fútbol. Cada partido era una verdadera batalla, no solo por el resultado, sino por el honor de llevarse la victoria al barrio. No importaba que la pelota estuviera vieja y desinflada, o que las líneas de la cancha estuvieran marcadas con piedras y ramas; lo único que importaba era el juego, ese momento de gloria efímera cuando el gol se gritaba a todo pulmón, resonando en cada rincón del barrio.
El potrero te enseña cosas que ninguna academia de fútbol puede enseñarte. Es en esos espacios reducidos donde se aprende el verdadero arte de la gambeta, donde cada regate tiene que ser preciso, y cada movimiento rápido y audaz. No había margen para el error, porque un mal pase o un amague fallido podía costarte la burla de tus amigos o, peor aún, la derrota del equipo. Pero también fue en esos momentos de presión donde aprendí a confiar en mis instintos, a leer el juego de manera intuitiva, a ver más allá de lo evidente y a anticiparme a las jugadas.
El potrero también es la escuela de la astucia y la picardía, donde se aprenden esos trucos y mañas que no están en los libros, pero que son tan necesarios para sobrevivir en la cancha. Es ahí donde desarrollás esa mirada rápida para encontrar el pase justo, ese timing perfecto para robar una pelota o ese engaño sutil que deja al rival desorientado. El potrero te forma, te endurece, te da una identidad futbolística que llevás con vos para siempre.
Pero más allá de las habilidades técnicas, lo que realmente hace especial al potrero es la pasión que se vive en cada partido. No había un solo gol que no se gritara con alma y vida, no había una victoria que no se celebrara como si fuera una final del mundo. Esa intensidad, ese amor puro por el juego, es lo que me marcó para siempre. Porque el potrero no es solo el lugar donde aprendí a jugar al fútbol; es donde nació mi amor por este deporte.
Siempre cuando entro a una cancha, llevo conmigo esos momentos. Me acuerdo de esas tardes en el potrero y de cómo, en cada partido, soñábamos con llegar lejos, con ser alguien en el fútbol. Esos sueños, nacidos en la humildad de una cancha de tierra, son los que me siguen inspirando día a día. El potrero es el lugar donde todo comenzó, donde cada niño puede soñar con convertirse en leyenda, donde la magia del fútbol cobra vida y donde, en cada rincón, se siente el latido de un país que vive y respira este deporte.
El potrero, para mí, es y siempre será el alma del fútbol. Es donde se forjan no solo los jugadores, sino las personas, donde aprendemos que el fútbol es más que un juego; es una pasión que nos une, nos desafía y nos enseña a soñar. Y esos sueños, aunque nacidos en la tierra, tienen el poder de llegar hasta las estrellas.