Cuando uno es chico, es fácil poner a los ídolos en un pedestal, verlos como figuras casi inalcanzables, que parecen moverse en una dimensión aparte. Los admirás por lo que hacen en la cancha, por esas jugadas que te dejan sin aliento, por los goles que se clavan en el ángulo o por la manera en que llevan la camiseta como si fuera una extensión de su piel. Es natural que, cuando finalmente tenés la chance de conocer a uno de esos ídolos, la expectativa sea altísima. Es como si te estuvieras acercando a una leyenda viviente, a alguien que representa todo lo que soñás ser algún día.
Pero, a veces, la realidad puede ser un golpe duro. No todos los encuentros con nuestros ídolos son lo que esperamos. Me acuerdo de una vez que tuve la oportunidad de conocer a un jugador que había sido mi referente desde que era niño. Había practicado mil veces en mi cabeza lo que le iba a decir, cómo le iba a agradecer por todos esos momentos de alegría que me había dado a través de la tele. Pero cuando finalmente lo tuve en frente, la experiencia fue otra. Estaba apurado, no me miró a los ojos y, con un tono seco, me dio un par de palabras que no tenían la calidez que yo había imaginado. Me quedé ahí, con la sonrisa congelada, sin saber muy bien qué hacer.
En ese momento, sentí como si el mundo se me viniera abajo. No era solo una cuestión de que me tratara mal; era como si ese castillo de admiración que había construido se derrumbara en un segundo. Fue devastador, porque uno espera que esos ídolos sean un reflejo de lo que aspira a ser, no solo en lo futbolístico, sino también en lo humano. Pero ahí fue cuando me di cuenta de algo muy importante: los ídolos también son humanos. Y ser humano significa ser imperfecto, tener días malos, equivocarse, reaccionar mal, o simplemente no estar a la altura de las expectativas que los demás ponen en vos.
Entender eso fue un proceso. Al principio, me costó separar la admiración por sus habilidades en la cancha de su comportamiento personal. Me había quedado con esa imagen fría, esa decepción, y no podía dejar de pensar en lo que había pasado. Pero, con el tiempo, aprendí que no debía permitir que esa experiencia me definiera o afectara mi propio camino. Lo que él hacía o dejaba de hacer no tenía por qué influir en mi crecimiento como jugador o como persona.
Fue ahí cuando empecé a enfocarme más en mí mismo, en mi propio desarrollo. Me di cuenta de que no podía depender de la validación o la aprobación de otros, incluso si esos otros eran mis ídolos. Al final del día, lo que realmente importa es cómo uno enfrenta sus propios desafíos, cómo se levanta después de las caídas, y cómo sigue adelante con la cabeza en alto. Y eso es algo que no depende de nadie más que de uno mismo.
También empecé a reflexionar sobre las presiones que esos ídolos enfrentan. Es fácil admirar desde la distancia, pero cuando te acercás y empezás a entender un poco más del contexto en el que viven, te das cuenta de que ser un ídolo no es nada fácil. Hay expectativas constantes, críticas implacables, y una presión que pocos pueden imaginar. Eso no justifica un mal trato, claro, pero sí te ayuda a poner las cosas en perspectiva. A veces, esa comprensión puede ser un bálsamo para la decepción, una manera de entender que, detrás de la figura pública, hay una persona que también tiene sus propios miedos, frustraciones y problemas.
Por eso, cuando me toca una experiencia así, trato de mantener la dignidad y la compostura. No me rebajo, no me dejo llevar por el enojo o la tristeza. En cambio, busco apoyo en otros mentores, en compañeros que me puedan brindar esa orientación positiva que todos necesitamos de vez en cuando. Porque, aunque una decepción pueda doler, también es una oportunidad para aprender y fortalecer tu propia mentalidad.
Esa resiliencia que desarrollás a partir de experiencias como estas es lo que te ayuda a seguir adelante con determinación. En el fútbol, como en la vida, vas a encontrarte con muchas situaciones en las que las cosas no salen como esperabas. Pero es en esos momentos cuando realmente se prueba tu carácter, cuando demostrás de qué estás hecho. Y, en lugar de quedarme estancado en esa decepción, prefiero tomarlo como una lección más en mi camino, algo que me prepara para los desafíos que vienen.
Al final del día, lo que aprendí es que la admiración no tiene que ser ciega. Podés seguir respetando lo que alguien hace en la cancha sin dejar que sus acciones fuera de ella te afecten demasiado. Y, sobre todo, podés usar esas experiencias para seguir creciendo, para recordarte que, más allá de los ídolos, el verdadero héroe de tu historia sos vos mismo. Cada paso que das, cada vez que te levantás después de una caída, estás construyendo tu propio camino, uno que no depende de la validación de nadie más.
Porque, al final, el fútbol es eso: una lección constante de superación, de aprender a lidiar con las decepciones y seguir adelante, siempre con la mirada puesta en el próximo objetivo, siempre con la ilusión intacta.