Para mi familia, cada final es una verdadera montaña rusa de emociones, una experiencia que se vive con el corazón en la mano desde el momento en que suena el pitido inicial hasta que el árbitro marca el final del partido. Desde el primer segundo, la tensión se instala en el aire, y es como si cada mirada, cada gesto, cada suspiro estuviera cargado de expectativas y esperanzas. En esos momentos, no solo juego por mí, sino también por ellos, porque sé que cada paso que doy en la cancha lo están siguiendo con el alma.
Ver a mis padres, hermanos y seres queridos en la tribuna es mi mayor motivación. Es un sentimiento que no se puede describir con palabras, pero que te llena de energía, de ganas de darlo todo, de no dejar nada en el tanque. Sus rostros, sus sonrisas nerviosas, sus manos que se entrelazan en cada jugada importante, son un ancla en medio del torbellino de emociones que me rodea en el campo de juego. Puedo sentir su apoyo constante, su fe inquebrantable, y eso es lo que me da la fuerza para seguir adelante, incluso en los momentos más difíciles.
Recuerdo cuando era chico, que mi viejo me llevaba a todos lados para que pudiera jugar. No importaba si hacía calor, frío, o si llovía a cántaros. Él estaba ahí, siempre presente, con esa mirada que decía "hijo, podes con esto y más". Ahora, en cada final, siento que todo ese sacrificio, todas esas horas que él dedicó a llevarme de un lado a otro, se ven recompensadas. Lo veo en la tribuna, con los nervios a flor de piel, pero con ese orgullo que no se puede esconder, y es imposible no emocionarse.
Mi vieja, en cambio, siempre fue más callada, más de sufrir en silencio. Ella, que en casa era la que me curaba las heridas, las físicas y las del alma, la que me aconsejaba, la que siempre tenía la palabra justa en el momento justo. Durante los partidos, la imagino rezando, pidiendo que todo salga bien, que no me lesione, que la pelota entre en el arco rival. Y cuando el partido termina y nos encontramos, la abrazo fuerte, porque sé que sufre más que nadie, pero también es la que más disfruta cuando todo sale bien.
Mis hermanos, ni hablar. Son mis mejores amigos, mis primeros hinchas. Ellos también crecieron en las canchas, viendo cómo el fútbol se convertía en el centro de nuestras vidas. Ahora, en cada final, los veo saltar, gritar, dejarse la garganta por mí y por el equipo. Son ese aliento constante, esa voz que nunca se apaga, no importa lo complicado que esté el partido. Saber que ellos están ahí, alentando con todo, es un impulso enorme, una motivación extra para dejar el alma en la cancha.
Cada final para mi familia es un viaje emocional intenso, una montaña rusa que empieza con la ilusión y el miedo, y que termina, si Dios quiere, con la alegría y la celebración. Pero lo más importante es que, sin importar el resultado, sé que ellos están orgullosos de mí. Y eso es lo que me da la fuerza para enfrentar cualquier desafío, para no bajar los brazos, para seguir luchando hasta el último minuto. Porque el fútbol es así, es un deporte que te da y te quita, que te hace sentir en la cima del mundo o en el abismo, pero lo que nunca cambia es el amor y el apoyo de los tuyos.
Ese apoyo incondicional es lo que me sostiene, lo que me da la confianza para salir a la cancha con la frente en alto, sabiendo que, pase lo que pase, ellos van a estar ahí, a mi lado, festejando los triunfos o dándome ánimo en las derrotas. No tomo por sentado ni un solo segundo de ese cariño, de esa entrega que tienen para conmigo. Son mi fortaleza, mi refugio, la razón por la que sigo adelante, incluso cuando las cosas se ponen difíciles.
En los momentos de gloria, cuando el estadio explota en festejos, busco sus caras en la tribuna. Verlos ahí, con las sonrisas de oreja a oreja, con los ojos brillando de felicidad, es el mejor premio que puedo recibir. Pero también en los momentos más duros, cuando las cosas no salen como uno quisiera, sé que ellos van a estar ahí, con una palabra de aliento, con un abrazo que lo dice todo. Porque al final del día, el fútbol es un juego, pero la familia es lo que realmente importa, lo que te da el equilibrio, lo que te recuerda quién sos y de dónde venís.
Y por eso, cada vez que me pongo la camiseta y salgo a la cancha, lo hago con la tranquilidad de saber que no estoy solo. Que detrás de cada pase, de cada jugada, de cada gol, está el amor y el apoyo de mi familia. Ellos son los que me dieron las fuerzas para llegar hasta acá, los que me enseñaron a nunca rendirme, a dar siempre lo mejor. Y es ese amor el que llevo conmigo en cada final, en cada partido, en cada momento de mi carrera. Porque sin ellos, nada de esto tendría sentido. ¡Son mi fortaleza en los momentos de gloria y en los desafíos más difíciles!