Las puertas del laboratorio se abrieron con un chirrido seco. Bajo las ruinas del búnker escondido, Sebastián Pullman y Jhonatan Hardy descendieron por un pasillo cubierto de polvo, oxidación y luces intermitentes.
El lugar aún latía. Aunque todo parecía muerto, se sentía... vivo.
De pronto, un sonido metálico los detuvo.
—¿Escuchaste eso? —murmuró Jhonatan, apuntando su arma.
Las luces se encendieron bruscamente. De entre la penumbra, emergió una figura robótica, humanoide pero vestida con una capa negra de laboratorio, y una pantalla brillante en el rostro.
La voz que emergió de su pecho era una que los dos reconocieron al instante.
—August Kreel... —susurró Sebastián.
—Bienvenidos de nuevo —dijo el androide—. O debería decir: traidores a su propio linaje.
Jhonatan bajó su arma. —¿Eres... tú?
—Soy su legado. Un algoritmo consciente con mis recuerdos, mis proyectos y mis planes. Ustedes no me mataron. Solo cambiaron el medio.
—Vinimos a despertar a Valentina —dijo Sebastián—. Ya es hora.
La pantalla parpadeó. El tono de Kreel cambió.
—Eso no será posible... todavía.
Ambos lo miraron con inquietud.
—Después de más de un siglo de inactividad, la computadora central debe recalibrar el protocolo neural criogénico. Su proceso de reinicio tardará exactamente una semana. Y eso, si no interrumpen el proceso nuevamente como hicieron la última vez.
Jhonatan apretó los puños.
—¿Qué pasará cuando despierte?
—Si no tienen control sobre ella, no sobrevivirán. Ni ustedes... ni el mundo.
A cientos de kilómetros, en una pista militar oculta bajo los Apalaches, Yelena Hardy sostenía su teléfono con fuerza mientras su equipo subía al avión de infiltración.
La voz del coronel Prescott retumbaba al otro lado de la línea.
—¿Qué tan peligrosa es esta mujer, agente Hardy?
Yelena miró el horizonte, con el viento despeinando sus cabellos rubios. Su mirada era fría, calculadora. Casi asustada.
—Valentina no es humana, coronel. No más. Es una construcción de guerra, una aberración genética fusionada con nanotecnología alienígena. Si despierta ahora, sin barreras, sin supervisión...
Hizo una pausa.
—Es como soltar una bomba nuclear multiplicada por un millón... y con voluntad propia.
El silencio del otro lado fue sepulcral.
—¿Cuál es su plan?
—Destruir el sistema antes de que termine su reinicio. Entramos esta noche.
Yelena subió al avión.
En sus ojos no había duda, pero sí una certeza aterradora: el reloj ya estaba corriendo.