Introducción

Planta Aqua,

Reino de Beckwood, año 950 d,c (después de la creación)

Los aires fríos de la primera luna del año se habían llevado consigo el aliento del tiempo viejo, los suspiros de un reino fatigado y, entre ellos, la sombra inevitable de la muerte.

La enfermedad del rey Misael II de Beckwood había avanzado de forma implacable, más de lo que cualquier sanador pudiera haber anticipado. Lo que comenzó como unas gotas de sangre escapando de su nariz terminó en ríos escarlatas brotando de su boca. Nadie fuera del consejo sabía la verdad. La noticia había sido enterrada junto a su esperanza, mantenida en secreto bajo las órdenes férreas de la reina Amaral.

El gran maestre, con sus ojos turbios y manos temblorosas, había intentado todo lo que la medicina y la magia le permitían. Pero el destino no pudo ser alterado. Y ahora, el cuerpo inerte del rey yacía sobre las sábanas de seda real, más pálido que la luna que brillaba a través de los ventanales, con los ojos abiertos al vacío, completamente blancos, como si se hubiese fundido con la nada.

A los pies de la cama, la reina Amaral Beckwood, rígida como una estatua tallada en mármol, observaba el cuerpo aún tibio de su esposo con la misma frialdad con la que había observado cada movimiento del reino desde que fue coronada. No lloró. No gritó. Sólo se mantuvo de pie, silenciosa, impenetrable.

El príncipe Elom, de rodillas junto al lecho, sostenía la mano ya sin vida del rey. Largas lágrimas resbalaban por sus mejillas sin control. Su pecho subía y bajaba con dificultad, como si el mismo aire se negara a entrar. —Padre... —susurró con un temblor roto en la voz—. Padre...

El ex-Duque Monclova se acercó lentamente, como una sombra discreta que entendía bien cuándo hablar.

—El Rey ha muerto —dijo con solemnidad, inclinando levemente la cabeza.

Elom levantó la mirada, roja por el llanto, pero fue la Reina quien respondió primero. Su voz era una daga.

—Nadie fuera de este palacio puede saberlo aún —ordenó con un tono que no admitía réplica—. Deshazte de los sirvientes que lo atendieron en sus últimas horas. Que no hablen. Que no respiren. Y busca a las doce chicas. Frontera sur. De las familias más miserables, y si son huérfanas… mejor.

Elom se irguió, aún temblando por el impacto, pero con los ojos encendidos.

—¿Vas a esconderlo? ¿También esto? ¡Era nuestro padre! El pueblo tiene derecho a saber que su rey ha muerto. Debemos rendirle honores, madre. Su cuerpo debe recorrer las calles por última vez, entre flores, entre plegarias...—

La reina giró el rostro hacia él, lentamente. No había lágrimas en su piel de porcelana, ni titubeos en su mirada cortante.

—¿Y para qué? ¿Para que las ratas del pueblo se revuelquen en el caos? ¿Para que los enemigos del norte tomen esto como una señal de debilidad y nos declaren la guerra antes de que siquiera tengamos nuevo rey? ¡No! La corona no caerá con su cuerpo. No mientras yo respire.—

—¡Tú le prometiste que no lo ocultarías! —gruñó Elom, dando un paso hacia ella—. ¡Le dijiste que el pueblo sabría la verdad!

—Le prometí muchas cosas —dijo ella, clavándole los ojos como cuchillas de hielo—. Y muchas de ellas las rompí por el bien de este reino. ¡No me vengas con tus ideales vacíos, Elom! Porque cuando los muros se derrumban, las promesas no sirven de escudo.—

—¡Entonces dime qué somos! —exclamó él, la voz rota por la rabia y el dolor—. ¿Un reino de máscaras? ¿De mentiras? ¿Dónde se esconde un cadáver como si fuera una plaga?

La reina respiró hondo, acercándose hasta estar frente a él. Lo miró, no como una madre, sino como una soberana.

—Somos lo que siempre hemos sido. Un reino que sobrevive.—

Y sin decir más, se giró hacia el duque.

—Haz lo que te he pedido. Hoy, Beckwood no ha perdido a su rey. Hoy, Beckwood sigue en pie.

Y con sus pasos fríos, desapareció tras las grandes puertas doradas, dejando tras ella a un hijo con el corazón hecho jirones, y al cuerpo de un rey que, aunque muerto, aún pesaba demasiado sobre los hombros de todos.

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