— Mizra Sirgay’s
Tenía la cabeza agachada, la mirada clavada en mis pies cubiertos por las sandalias rotas que ya no protegían del frío. Me había bañado con agua caliente antes del amanecer, como nos ordenaron, intentando desprender el barro, la mugre, la pobreza… como si eso pudiera limpiarnos de lo que éramos. Mis manos, trenzadas a la espalda, temblaban sin que pudiera evitarlo. El aire en la ciudadela estaba anormalmente limpio, denso, como si se preparara para llorar.
Frente a mí, la choza de la familia Keeb. Su hija, apenas una niña de diez años, estaba en la misma posición. Yo tenía quince, pero aún me parecía injusto verla ahí, obligada a mantenerse erguida como carne en exhibición. No podía culpar a su madre, la señora Blanca. Había perdido a sus otros hijos en el último ataque. La niña era lo último que tenía para entregar… o para salvar.
Todo era silencio. Hasta que comenzaron los murmullos, como plagas repitiendo:
— “Ya vienen.”
— “El consejero se acerca.”
— “Sir Monclovak ya está aquí.”
Mis manos comenzaron a sudar. Me dolían los dedos de tanto apretar.
El retumbar de los cascos llegó primero. Luego las ruedas de una carroza que no parecía tocar el barro, tirada por caballos tan blancos que dolía mirarlos.
— “Demasiado gorda.”
— “Demasiado joven.”
— “Demasiado fea.”
— “Demasiado sucia.”
Sus juicios eran tajantes, secos, inapelables. Eran sentencias disfrazadas de descripciones.
No alcé la cabeza. Solo vi el borde de un manto, la sombra de un látigo colgado en la cintura de uno de los guardias. Y luego, escuché la voz del consejero hablarle a la señora Blanca:
— “Ya conoce las reglas. Ella es una niña. El rey no lo permitirá.”
— “Por favor... llévensela.”
Su voz era desesperada. Temblorosa. Una madre sin opciones.
— “Dije que no.”
— “Si se queda, los jinetes la matarán... ¡se lo suplico!”
Y entonces, el golpe. El crujido de un rostro rompiéndose. El silencio que siguió fue peor.
No resistí. Alcé la vista y vi a la señora Blanca desplomarse en el barro. Sangre en los labios, manos temblorosas, abrazando a su hija y metiéndola a la choza con lo poco de dignidad que le quedaba. Cerró la puerta.
Bajé la cabeza. Pero el silencio ahora era más brutal.
— “Tú.”
No..
Una palabra. Una sentencia.
Me obligué a levantar la mirada. Lo vi. Cabello gris, rostro anguloso, una nariz ancha y ojos de serpiente. No sentía nada. No veía personas, solo piezas. Valor.
Fui elegida, en tan solo un par de horas todo había cambiado, en cuanto los sirvientes del rey pidieron a 12 chicas para iniciar con la Diocena sabía que algo iba a pasar.
Dos soldados me tomaron con fuerza por los brazos. Me arrastraron con eficiencia, sin palabras. La carroza me recibió como un ataúd abierto. La puerta se cerró con un golpe metálico, recibiendome solo la oscuridad.
Al principio, pensé que estaba sola. El cuero viejo del asiento crujía bajo mí, la madera chirriaba con cada movimiento.
Pero entonces los ojos se acostumbraron a la oscuridad, y vi…
Otras chicas.
Había al menos cuatro.
Una sollozaba en silencio, mordiéndose la manga para no gritar. Tenía la misma edad que yo. Otra no parpadeaba, mirando al vacío como si ya no estuviera aquí. Una más tenía la ropa rota y las rodillas ensangrentadas. Nadie decía nada. Nadie podía.
El aire estaba impregnado de miedo, sudor, lágrimas contenidas.
Me pegué a la pared de la carroza, temblando. Saqué la nariz por la rendija con barrotes. Afuera, vi a mi madre caer de rodillas, abrazada a mi padre. Ella gritaba mi nombre. Yo también lo hice.
— ¡Mamá!
Mi voz se quebró. El mundo se alejó. Y con él, todo lo que yo era.
Mis dedos buscaron el borde de la ventana como si pudiera sujetarme de algo. De alguien. Pero ya era tarde.
Los caballos comenzaron a trotar. La carroza se sacudió.
El viaje había comenzado.
Y ninguna de nosotras sabía si iba a terminar vivas.
Tanto movimiento pareció durar una eternidad, mi estómago se encontraba revuelto y nuestras frentes eran perladas por una capa de sudor, el mareo sucumbía mi cuerpo, la sed se hacía presente y no había manera en la pudiéramos ver con claridad la superficie.
Estaba cansada, un sol ferviente se colaba por las pequeñas aberturas de la carroza. El silencio era sepulcral pero no incómodo cada una en lo suyo, mirando a la nada o con los ojos cerrados.
Cerré mis ojos por un momento intentando mantener las lágrimas tranquilas y descansar…
…El vestido blanco recorría todo mi cuerpo, largo y con mangas aún más largas, no veía ni siquiera la punta de mis pies, ni los sentía.
Pareciera que era una estatua.
— vamos…
Una voz masculina se escucha insonora a mi alrededor. Me sentía completa, feliz.
— ¿A dónde? — pregunté, a la misteriosa voz, sin rostro.
— Lejos…
— Solos tu y yo.— susurré. La niebla blanca que me envolvía de pies a cabeza se fue disipando y un cuerpo largucho y varonil apareció ante mis ojos, pero parte de su torso y su rostro no lo lograba ver.
— Ven, no me dejes, por favor — Le llame, pero era ignorada.
La niebla blanquecina se disipó aún más, unas escaleras blancas aparecieron a mis pies y corrí tras el con la duda creciendo en mi pecho, solo quería ver su rostro pero me era imposible.
Pero cuando la niebla se desapareció por completo el también lo hizo, pero una nueva bruma apareció roja y serpeteante, fuego ardiente surcaba por todo un bello jardín de pastos verdes y altos árboles, todos incendiándose, volviendose cenizas.
— ¿Dónde estás? Háblame, yo te encontraré.
Pero no escuchaba nada, todo estaba sereno y envuelto en cenizas negras, fuego ardiente que poco después comenzó a consumir mi cuerpo, llamas enloquecidas arañaban mi piel, desgarrando y rompiendo todo a su alrededor.
Dolor y ardor, lo único que sentía, gritaba y nadie aparecía.
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Editado: 24.06.2025